Vicenç Villatoro: "La muerte de mi esposa fue un signo de puntuación central en mi vida"
Escritor, periodista y gestor cultural
BarcelonaDurante la última década, Vicente Villatoro (Terrassa, 1957) ha exprimido la creatividad como no lo había hecho antes en su trayectoria. Además de publicar un ambicioso terceto narrativo sobre la identidad –que se cerró con La casa de los abuelos (Proa, 2021)–, ha escrito ensayos como Demasiado fuego: diálogos extremadamente apócrifos entre Savonarola y Maquiavelo (Pórtico, 2018) y ha dado a conocer Sant Llorenç del Munt: una biografía (Símbol, 2025), recorrido personal y colectivo por el macizo situado entre las comarcas del Vallès Occidental y el Bages.
Este otoño ha publicado la novela Polaca (Proa, 2025), protagonizada por un espía del Mossad –o quizá sea un doble agente– y ambientada en la Varsovia de 1991, poco después de que la URSS se hundiera. "Me conviene literaria y espiritualmente hablar de literatura, porque el libro podría llevarnos a comentar temas complicados, de los que tengo una opinión muy formada, pero que no se pueden resolver en una frase y media", advierte el autor en relación con la compleja situación actual de Israel y Gaza justo antes de empezar la entrevista.
Cuando llegué al final de esta novela y vi que la empezó a escribir hace 14 años, pensé en Moon river (Columna, 2011), motivada por la muerte de su mujer, Montserrat Oliver. No será casual que el duelo sea importante en ambos libros.
— Lo es, sí, explicado en ambos casos a través de la mirada de un personaje. En el caso de Polaca, del protagonista.
Ha aparecido al tiempo que el dietario hacia Vía Toscana (Stonberg, 2025), donde también aparece ella.
— Ese viaje lo hicimos en el 2008, dos años antes de que ella muriera. Lo escribí en paralelo a los eventos.
Debía ser uno de los períodos más duros por los que ha pasado.
— Sí. La muerte de mi esposa fue un signo de puntuación central en mi vida. Es de esos momentos que marcó un antes y un después.
Quizá por eso todavía ahora resuena en un libro como Polaca, ¿no?
— Diseñé Polaca en el 2011, y por tanto el motor de la novela arrancó entonces, pero se fue reconfigurando a medida que lo escribía. Inicialmente, la planteé como una novela sobre la identidad ligada a vivencias más políticas o más públicas de la época, así como a partir de debates con amigos. Fue más adelante que el tema del duelo cogió importancia. En un primer momento incluso pensé en una historia que se parecía a la de Enric Marco, en la que un hombre, en el momento de la liberación de los campos, toma la documentación de un preso y adopta su identidad. Esta idea del cambio de identidad aparece también en una novela mía poco leída que es Entre batallas [Pórtico, 1987]. En buena parte de mis libros, además, los personajes tienen dos nombres: pasa a Evangelio gris [Ediciones 62, 1981], en La ciudad del humo [Ediciones 62, 2001]...
En Polaca, el protagonista no tiene dos sino tres nombres. El mismo hombre es un empresario alemán llamado Klaus Steinberg, un espía del Mossad llamado Saul Shalev y un aliado del KGB ruso, Andrzej Zelig. ¿Qué ha hecho que este personaje le haya acompañado tanto tiempo? Ha pasado, con intermitencias, casi quince años.
— Polaca es una de las novelas que he escrito en las que la trama es más relevante. Ha habido momentos en los que no sabía cómo continuar y me detenía. Si he conseguido desatascarla no ha sido gracias a la actualidad.
¿Cómo fue entonces?
— Hace años tuve una conversación con Jorge Luis Borges que fue muy importante para mí. Me decía que cuando hacía un cuento sabía cómo empezaría, que tenía una idea aproximada de cómo acabaría y que también sabía, más o menos, qué pasaría de por medio, es decir, cómo llegaría de una cosa a otra. Borges me dijo que sólo al final pensaba dónde y cuándo pasaba la acción. Me siento muy identificado con esta forma de trabajar. Para mí, el centro del motor de una narración es por qué la hago y lo que quiero explicar. En segundo lugar, viene la trama. Lo último que decido es la circunstancia, es decir, el lugar y el tiempo de la acción. Tengo la sensación de que, crecientemente, la narrativa pone su motor principal en la circunstancia: hay escritores que quieren explicar su generación, otros que reconstruyen cómo era la vida barcelonesa en los años 50...
No será casual que empezara a trabajar en la novela en plena efervescencia del Proceso, ¿verdad? La primera gran manifestación fue el 11 de septiembre de 2012.
— En 2010 el Proceso ya hacía chup-chup y empezaron las conversaciones con amigos. Recuerdo que en una de estas conversaciones oí: "En esto que vamos a hacer, la identidad no es lo más importante, sino los intereses compartidos". La identidad empezó a ser vista como insulto. Como algo esencialista. Pero las identidades también se eligen. Mientras escribía Un hombre que se va [Proa, 2014], fuimos con mi padre hasta el pueblo donde había crecido, Castro del Río [en Córdoba], y nos instalamos unos días, con los parientes que todavía vivían allí –la tía, los primos–, en un apartamento que nos alquilaron. Un día fuimos a un entierro y mi padre, que siempre me había hablado en catalán, me dijo: "Aquí lo hacen diferente que nosotros". Mi padre se había ido de Castro del Río con 20 años, pero el nosotros que había elegido era el que compartía conmigo. Quise escribir Polaca para explorar la identidad, así como la memoria que no encaja en la historia. Si le hubiera ambientado en Cataluña se habría leído como una novela más sobre la Guerra Civil.
El viaje que propone es a Polonia de principios de la década de los 90. Y el marco es una historia de espías. ¿Es un homenaje a un género que era muy popular cuando empezaba a escribir?
— Si utilizas géneros o códigos compartidos con el lector, se consiguen muchas cosas. En una película del Oeste, no necesitas haber estado nunca para saber que en el pueblo hay un salón con dos puertas que se abren de una determinada manera. Yo no he pasado ningún día en una casa señorial en Gran Bretaña, pero sé que encontraría un mayordomo con una pinta muy concreta. Con las novelas de espías ocurre lo mismo.
El protagonista dice, en un diálogo: "Espiar es mentir". Y el otro responde: "Espiar es obtener la verdad. La mentira es el instrumento". ¿Qué le interesaba de los espías?
— El fingimiento casi como desdoblamiento. El espía debe ser realmente todos los personajes. No le basta con hacerlo ver, debe encarnarlos. Piensa en esos policías infiltrados en la CUP en Girona que acaban envueltos con militantes del partido y, en algunos casos, tienen un hijo. Cuando el policía está en la cama con la chica de la CUP, ¿sigue siendo agente? No puede ser que la segunda vida de un infiltrado sea absolutamente cínica.
El protagonista, que ha perdido a su mujer, no tarda en saber que ella pudo estar espiando.
— Si en un primer momento el tema del libro es la identidad –somos lo que somos, o somos lo que los demás piensan que somos–, en la subtrama de amor tuvo importancia una novela de Amos Oz que en hebreo llevaba por título Conocer a una mujer, y que en castellano publicó Siruela como Las mujeres de Yoel. La pregunta entonces es otra: ¿llegamos a conocer a alguien, incluso los que tenemos más cerca? En mi novela, lo que acaba siendo importante no es si ella la espía o no, sino que la echa de menos. "Ojalá estuviera aquí", reconoce el protagonista.
El personaje de Polaca dice: "No sé quién soy. No sé quién quiero estar. No están o me han fallado aquellos que pensaba que me acompañaban, de lejos o de cerca, al mundo ya mi casa". ¿Dónde estamos, los catalanes, ahora, una vez cerrado el Proceso?
— Algo que ha pasado estos años globalmente –no sólo en Catalunya– es que el sentido de pertenencia, la construcción de los nosotros, se ha reforzado. Nos hemos dado cuenta de que el sentido de pertenencia es también uno de los motores de la historia, además de la lucha de clases. Además, me parece un factor de esperanza de que las identidades no sean inamovibles, sino que haya un componente de identidad que pueda elegirse.