Albert Sánchez Piñol: "Desde pequeño busqué aliens... y los acabé encontrando en la selva"
Escritor y antropólogo. Publica 'Las tinieblas del corazón'
BarcelonaTiene razón Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965) cuando dice que su último libro es tan inclasificable como muchos de los personajes que aparecen en él. Las tinieblas del corazón (La Campana, 2025) mezcla, con una destreza encomiable, historia, ensayo biográfico, antropología, anécdotas inverosímiles y la propia experiencia del autor de La piel fría, que a finales de los noventa viajó al Congo para hacer informes para una ONG y acabó encontrando una sorpresa que le dio la vuelta a la vida.
Las tinieblas del corazón remite, desde el título, a una de las novelas más emblemáticas de Joseph Conrad, pero la historia que cuenta comienza con un malentendido que viene de la Ilíada, y que tiene que ver con unos versos que hablan de pájaros y pigmeos.
— La palabra pigmeo viene de pygmaioi, unos personajes del folclore de la Grecia antigua que vendrían a ser el equivalente de nuestros duendes, unos seres pequeños que viven en el bosque. Los versos de la Ilíada que hablan de estos pigmeos fueron el origen de uno de los malentendidos más ridículos de la historia científica.
En la introducción del libro sigues como los pigmeos van siendo citados por autores como Ptolomeo, Heródoto y san Agustín. El primero que carga contra el mito de los "hombros en pugna eterna contra unos pajaritos" es el biólogo Carl von Linné en el siglo XVIII. Un siglo más tarde, la cosa cambia.
— Fue durante el siglo más racionalista, el XIX, cuando se habían dejado atrás definitivamente los espesores medievales, que se volvió a caer a cuatro patas en la historia de los pigmeos.
Tu libro se divide en dos mitades: en la primera, te adentras en las vidas de seis personajes reales que contribuyeron a agrandar el mito de los pigmeos; en la segunda, relatas tu relación personal con ellos.
— Las tinieblas del corazón no es un libro sobre los pigmeos, sino sobre algunas de las personas que aseguran haberlos visto y han dejado un rastro importante, aunque muchos de ellos ahora estén medio olvidados. Al final añado mi experiencia en Congo durante la segunda mitad de los noventa.
Lo primero que logró que la comunidad científica aceptara que los pigmeos existen fue el botánico y etnólogo Georg Schweinfurth (1836-1925). No te cae demasiado bien.
— ¡Me cae fatal! Cuando yo estaba en la facultad de Antropología, todavía se le consideraba el descubridor de los pigmeos. Schweinfurth no descubrió nada, en primer lugar porque los pigmeos en sí no existen, pero también porque el hombre que se llevó hacia Europa, el pobre Nsevué, se le murió de camino por culpa de unas cagarrinas.
En cualquier caso, cuando Georg Schweinfurth publicó Im Herzen von Afrika (En el corazón de África) en 1874, la comunidad científica se le creyó.
— Parece mentira, pero así fue.
Una década antes, al explorador francés Paul du Chaillu (1831-1903) se le habían echado encima.
— Las historias de Paul du Chaillu y Georg Schweinfurth demuestran que la ciencia es una religión como cualquier otra. En el caso de Du Chaillu, no se creyeron nada de lo que decía por su origen: era un bastardo de clase baja. Con Schweinfurth ocurrió todo lo contrario, también por su origen: venía de buena familia y había estudiado en una buena universidad.
Aún así, volvió de su expedición con las manos vacías: Nsevué se le había muerto, y se le quemaron las cajas donde llevaba las especies de plantas que había encontrado.
— Volvió sin nada, pero se tragaron todo lo que decía. Por eso digo que la literatura acaba pasando por encima de la racionalidad: es Schweinfurth quien emparentó Nsevué con los pigmeos que salen citados en la Ilíada. Como poco antes de que Schweinfurth publicara su libro, Schliemann había descubierto el tesoro de Príamo –y, por tanto, se confirmaba la existencia de Troya–, la Ilíada pasó a considerarse un libro que, además de valor literario, tenía validez histórica.
La actitud de Georg Schweinfurth y la de Paul du Chaillu con los hombres que encuentran –los aka y los obongo, respectivamente– fue muy distinta.
— Basta con ver las fotos de uno y otro con ellos para darte cuenta de lo diferente que es su actitud. Du Chaillu siempre aparecía rodeado de los obongo porque convivía con él. Schweinfurth parece más bien que les dé órdenes. Lo que más me enfada de Schweinfurth es que acaba fomentando la invención de un mito que habla de nuestra inoperancia cultural.
El libro mira la relación con los pigmeos desde muchos puntos de vista.
— Es un libro de literatura sin ficción. Las historias de cada uno de los personajes de la primera parte son apasionantes. Y todos tienen perfiles muy diversos: Anne Eisner (1911-1967) fue pintora, y su marido, Patrick Putnam (1904-1953), encarnó la tragedia de la página en blanco como nadie, porque fue incapaz de escribir algo sobre los pigmeos y, de hecho, su mano fue la mano de esta última. Luego tenemos el caso de Paul Schebesta (1887-1967), misionero y antropólogo. Con los pigmeos se propone demostrar que Dios se ha revelado a toda la humanidad, pero ninguno crea, todos son ateos. Lo reciben con una gran hospitalidad. Lo hacen dar cuenta de lo importante que es la compasión. Comulga con criaturas tan distintas de él... En vez de encontrar a Dios encuentra algo aún más importante, la humanidad.
Hay historias tan inverosímiles que parecen ficción. Por ejemplo, aquella en la que a principios del siglo XX un hombre de negocios, Samuel Verner (1873-1943), compra a un joven, Ota Benga, por cinco dólares, y se lo lleva hasta Estados Unidos para participar en una suerte de juegos olímpicos llamados. anthropology days.
— Ota Benga es otro falso pigmeo. Basta con mirar una foto suya para comprobarlo. Aquel tipo de juegos olímpicos paralelos de 1904 tenían un propósito explícitamente racista. Durante aquellos años había corrido el rumor popular que les salvajes eran más fuertes y atléticos que los occidentales. Con las competiciones de los anthropology days quisieron desguazar ese mito. La concepción era puramente supremacista. El colectivo que estaba debajo de todo y que era necesario ridiculizar eran los pigmeos. La conclusión de aquellas jornadas fue que los salvajes no eran tan atléticos como se creía.
Quizás la historia más impresionante de todas es la que encontramos al final: la tuya.
— La experiencia que viví en la selva fue cómo atravesar una puerta dimensional.
Llegaste al Congo en 1996. Colaborabas con una ONG y te encontraste con un país que defines como la cuna del "surrealismo mágico".
— Es que te podía pasar de todo allí. Un día, en una ciudad remota del interior del país, entré en una sucursal bancaria y me encontré con una alfombra de un palmo de billetes tirados por el suelo. Acababan de derrocar a Mobutu, y la moneda del país había perdido el valor. Los saqueadores del banco lo habían llevado todo: los muebles, los cuadros, las luces... menos el dinero.
Compras un coche que bautizas con el nombre de Ruinoso por su estado.
— Es mi Rocinante. En este libro yo soy una especie de Don Quijote porque, sin pretenderlo, acabo teniendo visiones. Atravieso esa puerta dimensional que te decía.
Hablas de esa aventura como si formara parte de un relato fantástico, pero en ese momento eras un licenciado en Antropología que pretendía hacer una tesis doctoral sobre el Congo.
— Sí. Aquella experiencia acabó haciendo nacer al novelista que llevaba dentro sin saberlo. Sin haber pasado por el Congo no habría escrito La piel fría. De hecho, y de esto me doy cuenta ahora, en aquella novela, el punto de vista contrapuesto del farero y el oficial atmosférico tienen elementos de la mirada antagónica entre el misionero y el antropólogo. El primero cree que tiene la verdad. El segundo la persigue.
La investigación y el estudio del otro es fundamental, en antropología. ¿De dónde te viene, interesarte por la alteridad?
— Las chispas y motivaciones son muy leves, y es la vida que nos acaba empujando. En la escuela estábamos obsesionados con los marcianos. A mis amigos les interesaban sobre todo las pistolas de rayos láser. A mí, en cambio, me motivaba encontrar a criaturas de otro planeta. Desde pequeño busqué aliens... y los acabé encontrando en la selva.
No te lo esperabas.
— ¡De ninguna manera! La alteridad más absoluta, los marcianos, estaban en el Congo. El primer contacto, y el más bestia de todos, fue en un bosque en medio de Kirumba. Aquel hombre que vi era distinto a todo lo que había visto antes. Sólo podía saber su género. No deducía su edad, ni su estatus, nada.
Escribes que fue como si vieras "la humanidad por primera vez en la vida".
— Es una experiencia que he intentado explicar en palabras a Las tinieblas del corazón. Me he dado cuenta de que hago corto. Aquel encuentro inicial no puede narrarse con exactitud. Es, como digo, atravesar una puerta dimensional. Usted no puede saber qué hay al otro lado.
Aquel hombre te llevó hasta el campamento en el que vivía con una veintena de mbutis más. Conviviste allí, y fuiste volviendo hasta que Congo se convirtió en un lugar demasiado peligroso.
— El lugar en el que vivían los mbuti era fascinante. Los mbuti tardan tres horas en construirse la casa: nosotros pasamos treinta años pagando la hipoteca. Es una civilización sin puertas... Mis padres pasan más tiempo con los hijos que mi madre... Los días que viví con ellos, cuando dormía era incapaz de soñar, porque vivía el sueño mientras estaba despierto.
En la selva llegaste a coincidir con un grupo de mbuti que vestían con un tapaculo hecho de corteza de árboles y llevaban lanzas.
— Sí... Aquel encuentro iba más allá de cualquier verosimilitud y sentido. Si hubiera escrito esta escena en una novela me la habrían echado por la cabeza. Pero así fue: en medio de la selva aparecieron aquellos hombres medio desnudos y con lanzas, como si estuviéramos en la prehistoria. Pero esto ocurría a finales del siglo XX. Yo lo vi. Y necesitaba dejar constancia algún día.