Los quebraderos de cabeza y peripecias de la mítica Librería de los Escritores

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Libro con los evangelios de finales del siglo XV que actualmente se conserva en el monasterio de Lissitsky

BarcelonaHay librerías en aprieto, que tienen problemas para subsistir. Se podría decir de todas, quizás sin excepción, al menos en nuestras tierras: cuesta mucho vender libros, cada día hay menos lectores –porque hay una generación, o dos, que ya no leerá nunca más después de la educación secundaria, todos cogidos en el teléfono de bolsillo– y las circunstancias económicas no dan para gastos lujosos.

Pero nada del panorama de nuestros días puede compararse con lo que sufrieron aquellos libreros de Rusia que abrieron tienda poco después de la Revolución. Hay un libreto exquisito (publicado por Ediciones de La Central y Sexto Piso en 2007) que explica los quebraderos de cabeza y peripecias de dicha Librería de los Escritores, en Moscú, fundada por Pavel Pávlovich Murátov, Mijaíl Vasilívich Lind, Boris Griftsov, Aleksan escritor de fama), y después con Boris Zaitsev, Nikolai Berdiayev (gran historiador, muy traducido aquí) y una cajera que sabía tanta literatura como un experto de primer orden.

Esta pandilla hizo una sociedad en comandita y destinaron a la librería el escasos dinero que les quedaba después de las penurias de los años de miseria: tanta, que por sus manos pasaron verdaderas joyas bibliográficas ―como una colección de cartas manuscritas de la zarina Catalina y de Pedro el Grande, que les iban a vender bibliófilos que estaban dispuestos a comer lo que fuera menos sus libros. Lo peor de todo es que cuando esa librería de Moscú ofrecía estas rarezas a las instancias oficiales del régimen, éstas les respondían que no servían para nada, que eran papeles de personas indeseables y reaccionarias.

La librería sólo vivió cuatro años, de 1918 a 1922, pero en ese momento era quizás la única institución moscovita, y rusa en general, que conservó la independencia cultural, ideológica y económica. No les fue mal del todo, debido a la enorme pasión por la lectura que se conservó en Rusia y en todos los países eslavos. Un servidor vio un día, en Praga, que habían llegado de nuevo a las librerías obras de Kafka, todas prohibidas durante mucho tiempo; que de inmediato se hicieron unas colas larguísimas (y hacía mucho frío), y que la edición se agotó el mismo día que se había puesto a la venta. ¡Si esto volviera a pasar un día, por todas partes! (¡Ay, el idealismo!)

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