Verdi y el destino, con toda la fuerza de una gran ópera
Vuelve al Liceu la “innomenable” 'Forza del destino'
- Dirección de escena: Jean-Claude Auvray
- Gran Teatro del Liceo
- Hasta el 19 de noviembre
A pesar de la mala fama que arrastra, La fuerza del destino es una gran ópera. Sin duda desigual, sin el redondeo de otros títulos del Verdi de madurez, pero es una gran obra. Sin embargo, es una pieza peligrosa. Y no tanto por la leyenda negra que la ha convertido tradicionalmente en “la innomenable”: es un peligro para los no pocos arrecifes musicales que contiene y en los que es fácil estrellarse. Y también, por supuesto, por la imposibilidad de enderezar una historia y un librito que vistos hoy resultan un insulto a la inteligencia. Por tanto, la dificultad de ponerla en escena sin producir vergüenza ajena es un hecho. En este sentido, es meritorio que el espectáculo que se presenta en el Liceu (coproducido con la Ópera de París y visto en Barcelona por primera vez en el 2012) no suba los colores a la cara. Sin embargo, no es ni mucho menos un montaje redondo.
La transposición de época (de principios del siglo XVIII a mitad del XIX) es un buen punto de partida, pero algunas soluciones del movimiento escénico siguen sin quedar bien resueltas. Verdi tiñe de oscuridad –sin que se llegue a la obra maestra que será Don Carlo/s– una historia truculenta, con referencias al catolicismo hispánico, tenebroso, lo que justifica en el montaje de Jean-Claude Auvray las referencias a los monjes de Zurbarán o la omnipresencia de un Cristo gigantesco crucificado (aunque sin cruz). El problema es que la cosa se queda en la pura forma, sin ir al fondo. Y, reconociendo que es difícil ir más allá de lo que propone el libreto de Piave –adaptado de la imposible pieza de Ángel Saavedra Don Álvaro o la fuerza del sino y del Wallensteins Lager de Schiller–, habría ido bien algo más de imaginación.
Nicola Luisotti es un director de oficio, que domina la partitura, y eso se nota en el nervio que ha sabido imprimir en la orquesta, sin olvidar el refinamiento marca de la casa. Con todo, hubieron algunos desajustes acompañamiento de determinadas voces. Bien el papel del corazón (extenso en esta ópera) y el rendimiento del foso instrumental, tanto en el conjunto como en los pasajes solistas de violonchelo y clarinete especialmente (bravo, Darío Mariño!).
Como suele ser habitual en las últimas temporadas, el Liceu ha anunciado cambios de reparto en este espectáculo y en cierto modo hemos salido ganando. Anna Pirozzi es una verdiana pura, aunque el papel de Leonora pide un carácter más spinto y, además, algunos agudos suenan algo tensos. Brian Jagde es un tenor acertado para el rol de Álvaro: el timbre es heroico, la voz sale bien proyectada y la solvencia preside una prestación que ganaría si los graves fueran más audibles. Barítono de manual, Artur Ruciński fue el Don Carlo que todos esperábamos, mientras que el Padre Guardiano de John Relyea tuvo la rotundidad cavernosa propia del fraile, junto al siempre apretado Pietro Spagnoli en la piel de un medidamente cómico Fra Melitone.
Correcta la Preziosilla de Catalina Piva (con algún problema al final del Rataplan conclusivo del tercer acto) y ajustado el Calatrava de Giacomo Prestia, que presenta signos de decadencia vocal, lo que ha hecho que quedara bajo la piel del Marqués y no del Padre Guardiano inicialmente programado. De entre los comprimarios, muy bien la Curra de Laura Vila y el Trabuco de Moisés Marín. Al final, aplausos y ovaciones (quizás excesivas) después de casi cuatro horas de buena e “innomenable” ópera.