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'PEINTURE (ESCARGOT, FEMME, FLEUR, ÉTOILE)', DE JOAN MIRÓ 1934

En el contexto de la eclosión de los fascismos, Miró empezó un conjunto de pinturas que él denominó “salvajes” y en las que, pese a los colores agrios y los personajes grotescos, aparece también el lirismo de la grafía. Esta obra pertenece al Museo Centro de Arte Reina Sofía como donación de Pilar Juncosa y puede verse ahora en la Fundación Miró.

La obra de Joan Miró tiene unas cualidades chamánicas innegables. La primera, haber resistido al mercadeo, a la promoción ya la presencia múltiple, constante, a lo largo de los últimos sesenta años. Parece mentira que un conjunto de pinturas y esculturas pueda hacer frente con tanto ánimo al desgaste que comporta un consumo como el que se ha llegado a hacer y mantenerse así de matinal, frambuesa y vigoroso. ¿Qué evita el desgaste de estas obras? ¿Qué las perpetúa sativas y desgarradoras?

Desde Alexandre Cirici Pellicer a Jacques Dupin, la mayoría de estudiosos han insistido en la naturaleza táctil de la obra de Miró. Efectivamente, los ojos de las patatas que el artista palpa en las clases de Francesc Galí y el desmedido de ojos que miran entorno a su obra última, los dedos a ciegas y los ojos grillados de algunas de sus esculturas, las pupilas del tacto y la mano de estrella de tocar, las vulvas abiertas y los penes eréctiles, los pies grandes y articulados para acariciar la tierra, el Tocando a mano de JV Foix y toda la práctica de una imaginación tejida de trabajo manual, constituyen un canto extraordinario tanto en la corpulencia del mundo como en la parte de cuerpo que compartimos. De ahí que, cada vez que volvamos a Miró, se cumpla la celebración de un mundo bombeado, abollado y curvilíneo representado a través de una pintura encendida como fósforo raspado, que es, a la vez, una especie de mundo luminoso de frotar nuestros miembros, nuestros gestos.

En términos generales, visión y contacto físico tienden a excluirse. Mientras que el tacto enfatiza la continuidad entre sujeto y objeto, los objetos de la visión hacen más bien para parecer separados y diferentes del sujeto que los percibe. El año 1912, que es el año en que Miró practica los ejercicios de tacto, es también el año de su primer contacto con la realidad esencial del mundo campesino. En ambos descubrimientos, el que se refiere a la academia de Galí y el que se refiere a Mont-roig del Camp, hay un mismo acercamiento, un mismo ciego, con el concreto objetual, en un caso, y con el concreto geográfico, en el otro. En buena medida, la identificación que se da, en su obra, entre mundo real y adivinación, entre constatación y pintura, entre espacio corporal y anatomía cromática y, por último, entre vista y adherencia parece un resultado directo de ese doble acercamiento, de ese doble ciego.

En el conjunto de pinturas que Miró hace en Mont-roig en 1918 hay tres cielos que, de una manera muy ostensible, fluctúan entre la tangibilidad y la intangibilidad —el cielo deHuerto con burro, El tejería y Las roderas —. Son tres cielos cultivados. Unos nublamientos trazan surcos, acequias y bancales bien visibles que estampan, sobre Mont-roig del Camp, un campo celeste, un campo de culto, un verdadero santo campo. Por debajo de estos cielos terrosos del año 18, se esconden, expectantes, todos los tubérculos profundos de la obra posterior de Joan Miró.

A través del cultivo de firmezas y densidades del aire a manos de 'unos campesinos celestiales, estas tres condensaciones atmosféricas de campo llevan a un extremo el marco de relaciones que se puedan establecer entre visualidad y palpo. la misma porosidad de partículas de los cielos del año 18. Sino que ahora, tras el progresivo abandono de la tercera dimensión en favor de la superficie del cuadro, los azules rozados de estas pinturas manifiestan explícitamente la doble naturaleza de fondo celeste y textura de lienzo. El palpo y la visualidad de nuevo, pero aquí, más inmediatos, más cerca de nosotros. Esto, la experiencia de un tacto que se hace visible, todavía quedará más acentuado en los soportes de papel de lija y papel terciopelo de los años treinta con trazos y colores que se desmenuzan debido a la fricción.

En todas estas obras quizá no haya una expresión más ajustada de un tacto que resulta visible que la que ofrecen los signos, a través de variaciones de presión sobre el lienzo que los soporta, ahora finos y delicados como si el pincel apenas hubiera tocado el soporte, ahora más densos y gruesos de apoyarse con fuerza. De hecho, en el contexto de los movimientos tópicos de una pintura tan situada como la de Miró, tocar también tiene el sentido de acertar, de hacer diana, y estos signos se transforman a menudo en rayas a veces muy largas que avanzan cautelosamente ya pequeños tramos, como para surcar, en sus respectivas trayectorias, el lugar de paso exacto.

Densidad de la visión. Concreción de densidades.

Hemos hablado de unos tubérculos expectantes. Los renativos colores de Miró, las aglomeraciones botánicas de luz que encuentran, en su obra, materia favorable para crecer, arrancan de esos tubérculos, de esos bulbos que, a partir de los años treinta, se harán plenamente presentes. Ésta es la profundidad de campo que guardan los tres cielos del año 18. Excavación y, a la vez, siembra de puntos. Fructificación de puntos. Un punto afrutado espicazado por un pájaro. Los suelos carnosos y estallantes de abarcarlos con la mano. El sol que madura para caer, que se siembra de caer, que recrece sembrado al día siguiente de caer. Un sol entre elementos redondeados y elementos más angulosos y puntiagudos que se entrefrotan, que se entretrazan y giran en órbita, unos en torno a otros, con todo tipo de emanaciones y efluvios a través del aire que se interpone . Bolas de colores en llama, puntos con océanos y atmósfera. Y, finalmente, movimientos, salidas, eclipses y puestas de puntos de un espacio que ya es microcósmicamente Miró.

No quisiera dar a todos estos fenómenos una explicación única, pero la densidad de la visión, la calidad material de la visión , tiene una presencia radical. De hecho, cuando contemplamos las creaciones de Miró, si hay un sonido que las acompañe, es el del refreque recíproco de palpaciones y adivinaciones que permanentemente tienen lugar o se realizan.

Volviendo a las cualidades chamánicas, es evidente que, en el enjambre digital que vivimos, la presencia de este cuerpo de obra con una relación tan directa entre el esfuerzo y el efecto del esfuerzo, ejerce una acción profundamente reparadora. Más aún, en medio de tanta producción como hay de carácter inmaterial y ante la amputación de la mano, ante el triunfo, cada vez más manifiesto, de la máquina sobre la mano, el trabajo de Miró alcanza un carácter realmente totémico.

Cuesta poco ver todo el cromatismo de Miró como un palpo que se esculpe, y la pintura toma su forma. Visto así, en una tensión de contornos prisioneros del color y sin embargo radiantes a merced de ese color, el empuje cromático no tiene fin. La superficie activa de las obras lo constata. Por momentos, brillante y tibia, la luz viene de Miró y es su pintura que nos la hace llegar. Cuando esto ocurre asistimos al tacto de la misma pintura, de una pintura que se proyecta voluminosa con una orografía cromática de una fulguración muy densa. Cavernosidad de los negros en contraste con la agudeza de los amarillos y rojos. Amarillos que montañean, rojos que se reinflen para venir a encontrarnos, para venir a tocarnos. Colores mantenidos en su cumbre de color, en su punta más viva para poder pinchar con el color. Es el acto de irradiar: la radiación de la luz como expansión del tacto. “La imaginación de Miró [...] no viene de fuera, sino que va hacia fuera”, escribe Cirici, y su obra lo perpetúa.e

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