“Nunca me he sentido tan en casa como cuando vivía en la de mi abuelo": los secretos de las casas de Mercè Rodoreda
Una reconstrucción de la biografía y el imaginario de la autora de 'La plaza del Diamant' a través de las casas donde vivió y las que marcaron más icónicamente su narrativa
La exposición Mercè Rodoreda, un bosque, que se podrá ver en el CCCB entre el 5 de diciembre de 2025 y el 25 de mayo de 2026, ha sido comisariada por la profesora y ensayista Neus Penalba. Concebida como una exploración del imaginario de la escritora, la exposición convierte el espacio museístico en un bosque que representa y analiza el universo rodorediano. El visitante pasea y descubre, según Penalba, "las raíces literarias y vitales y la experiencia del desarraigo provocado por el exilio; los troncos de la vivencia de la guerra; las ramas que quieren tocar los grandes nombres de la cultura occidental –escritores, pintores y cineastas–; las copas que acogen el pájaro; germinando y dando fruto" en tantos creadores actuales. En este reportaje reconstruiremos la biografía y el imaginario de la autora de La plaza del Diamante, también recorriendo un bosque. En concreto, el bosque de las casas en las que vivió y de las casas que marcan más icónicamente su narrativa.
Una vida intensa
"Una persona feliz no tiene historia", dijo Mercè Rodoreda en Montserrat Roig durante una mítica entrevista. Es una frase que resume elípticamente la vida dramática y la biografía turbulenta de la autora de Espejo roto, La calle de las Camelias y La muerte y la primavera, entre tantas otras obras centrales de la literatura catalana moderna, de una influencia y una capacidad de fascinación que no dejan de crecer y expandirse con el paso de los años. Pero también es una frase que puede inducir a simplificaciones ya equívocos. La vida de Rodoreda fue dramática, sí. Estuvo marcada por un matrimonio forzado y contra natura y por una guerra civil sanguinaria. También por una guerra mundial que estuvo a punto de destruirlo todo y por un exilio larguísimo, y, por último, por un retorno melancólico a una Barcelona y una Cataluña desfiguradas por cerca de cuarenta años de dictadura. La de Rodoreda fue también una vida intensa, llena de momentos preciosos y de períodos de auténtica felicidad.
Sólo aquellos que han tenido una infancia feliz pueden sentir adultos que la infancia es el paraíso perdido. La de Rodoreda fue una infancia feliz, custodiada sobre todo por dos figuras protectoras, el abuelo patriarcal y bonachón y la madre amorosa y entregada. Hay una foto espléndida, tomada en un estudio, que lo ejemplifica: se ve a una Rodoreda de tres años entre perpleja y contenta, mientras el abuelo, desde un lado, le coge la manivela y la mira embobado con su ademán de profeta burgués. La madre, por su parte, una mujer culta, vitalista y presumida, desde el otro lado, se inclina sobre ella, benefactora.
San Gervasio (Barcelona)
Mercè Rodoreda nació el 17 de octubre de 1908 en el Casal Gurguí, una pequeña torre que era propiedad de su abuelo, situada en la calle Sant Antoni, hoy Manuel Angelon, en el barrio de Sant Gervasi. No queda nada de la torreta, que tenía jardín y estaba coronada por una bandera. En el lugar donde estaba, actualmente, un parking. Sin embargo, los recuerdos felices que la escritora acumuló le acompañaron siempre. Juegos imaginativos, flores de todo tipo, música (piano, canciones), un gusto familiar por el teatro, el descubrimiento de la literatura catalana... En parte gracias a su padre, que trabajaba de contable pero era un hombre de letras frustrado, la pequeña Rodoreda ya conocía a Guimerà, Víctor Català, Ruyra... Y, sobre todo, a Josep Carner.
En De fuego y de seda. Álbum biográfico de Mercè Rodoreda, preparado y escrito por Marta Nadal, se recoge una frase que lo resume todo: "Nunca me he sentido tan en casa como cuando vivía en casa de mi abuelo con mis padres". Vivir en plenitud, ser feliz, es sentirte en casa, tanto en el lugar en el que vives como en el mundo. La niña Rodoreda no podía saber que delante se abriría pronto un largo nomadismo, casi siempre atravesado por la incertidumbre y la desazón, a menudo muy inhóspito.
La casa conyugal con el tío
Calle de Zaragoza, 16 (Barcelona)
Aquel mundo de felicidad infantil y de plenitud vital pura empezará a terminarse el día que, cuando la joven Mercè tiene dieciséis años, su madre la promete con su hermano. Jordi Gurguí había hecho dinero en Argentina y la madre de la futura escritora le vio como la opción más segura para garantizar una cierta estabilidad económica para su hija y toda su familia, que vivían con estrecheces. Rodoreda y su tío se casaron el mismo día que ella cumplía veinte años, y se fueron a vivir juntos a la casa del número 16 de la calle Zaragoza, no lejos de la torreta familiar. Pronto se vio que ese matrimonio no funcionaría. Durante los primeros años, cuando ella aún no escribía ni hacía periodismo, es de suponer que Rodoreda sintió el asfixiante malestar de ser dependiente del marido. Las cuatro paredes de aquella casa, hoy un bloque de pisos, debió de sentirlos como una cárcel. Cuanto más sentía que se le caían encima, más ganas tenía de salir, de escribir, de ser libre. El matrimonio con Jordi Gurguí terminó oficialmente en 1937, pero antes había dado fruto al único hijo de la escritora.
Agullana (Alt Empordà)
Rodoreda floreció, profesionalmente, creativamente, vitalmente, durante los años llenos de posibilidades de la Catalunya republicana. Colabora en periódicos y revistas, publica sus primeras novelas, empieza a hacerse un nombre dentro de un mundo cultural y literario catalán que por primera vez ve plausible convertirse en modernamente hegemónico y normal; conoce a hombres potentes que la respetan (Andreu Nin, Francesc Trabal)... Todo esto se tambalea y se agrieta con el golpe de estado franquista de julio del 36, y queda definitivamente tocado de muerte con la entrada de las tropas fascistas y espanyolistas de ocupación en Barcelona. Rodoreda, de un catalanismo y un republicanismo de piedra picada, se va hacia el exilio. El Mas Perxés, en Agullana, era "una casa solariega de tres plantas de un magnate corchero". Confiscado durante la guerra, sería la última sede de la Generalidad de Cataluña y de la Institución de las Letras Catalanas, tal y como se explica en el magnífico volumen Paisajes, de Mercè Ibarz y Carme Esteve. Allí, Rodoreda se refugió unos días antes de cruzar la frontera. Había muchos otros escritores (entre ellos, Antoni Rovira i Virgili, quien hizo memoria en Los últimos días de la Cataluña republicana), y también pasaron los presidentes Companys, Negrín y Aguirre.
Francia
Las semanas en el castillo de Roissy-en-Brie, ya en Francia, constituyen uno de los episodios más míticos, no sólo de la biografía rodorediana, sino de la historia de la literatura catalana. Está todo aquí: el drama de la historia y la política, la aventura trágica e incierta del exilio, las pasiones desbocadas de un grupo de hombres y de mujeres sensibles e inteligentes que viven una situación límite... Ayudados económicamente por Picasso y André Gide, entre otros, una veintena de escritores catalanes, algunos acompañados por sus compañeros. Lo cuenta Quim Torra en la biografía Armand Obiols, de una frialdad que arde. El intelectual que se perdió: "Roissy es un final y un principio. Porque en Roissy se acaban muchas historias de amor y de amistad y porque empiezan otras que durarán toda la vida".
Es en Roissy donde nace el amor pletórico y escandaloso entre Rodoreda y el crítico literario Joan Prat, Armand Obiols de nombre de pluma, casado y con una hija, que ha dejado en Catalunya. Además, Obiols está casado con la hermana de Francesc Trabal, que también está en Roissy con su esposa. Rodoreda y Obiols se ven medio a escondidas por los jardines del castillo, y en la habitación de Anna Murià, la nueva amiga de la escritora, y pasean y festejan. La relación causa una división insalvable en el grupo. Los odios y recelos que todo ello provocará, en la mayoría de los casos, durarán toda su vida.
Barcelona
Publicada en 1962, La plaza del Diamante fue en su día obviada por el jurado del premio Sant Jordi, pero ha sido reconocida con el mejor premio posible, la fidelidad de sucesivas generaciones de lectores, y con el premio más lustroso, la posteridad canónica.
Ambientada en la Barcelona de la República, la Guerra Civil y la posguerra, el barrio de Gràcia donde viven la narradora y protagonista, Natàlia/Colometa, y su marido, Quimet, es idóneo para que Rodoreda muestre todas las opresiones y todas las adversidades que debe superar una mujer ingenua, superviviente y humilde. La Barcelona popular y viva de esta novela, con sus oficios menestrales, la casa austera, la azotea y el palomar, es también la literaturización de una realidad que ha sido minuciosamente arrasada a lo largo del último siglo.
Calle de las Hijas de Notre Dame, 12 (Limoges, Francia)
La casa de Limoges, en el número 12 de la calle de las Hijas de Notre Dame, es la primera donde, brevemente, hacen vida conyugal Rodoreda y Obiols. Llegan el verano de 1940, después –quien lo explica es Obiols– "de un viaje de tres semanas, entre las avanzadas francesas y alemanas": "Hemos sido copiosamente bombardeados y ametrallados; hay días que hemos caminado doce horas sin comer prácticamente nada. Hemos estado doce días escondidos en la zona ocupada y hemos ido." En Limoges, en la zona libre, Rodoreda se relaciona con numerosos refugiados, muchos de ellos judíos, y se mal gana la vida haciendo de costurera mientras escribe cuentos así como puede.
El trabajo lo hace a disgusto, pero magistralmente. "Hago camisas de dormir y combinaciones para un almacén –escribe a Anna Murià–. Tengo una máquina y un maniquí y mi deseo más ferviente es verlo todo en llamas". Tiene problemas de hígado y deben extirparle un ovario. Como suele ocurrir, la convivencia complica la cuestión romántica con Obiols, que al poco tiempo es detenido y enviado a un campo de trabajo.
Calle Chaffour, 43 (Burdeos)
Tras ser liberado, Obiols entra a trabajar en la Organización Todt, un opaco entramado de empresas al servicio del régimen nazi encargado de construir cientos de fortificaciones a lo largo del muro atlántico. Es un oscuro episodio en la biografía de Obiols, pero la necesidad, el afán de supervivencia, la violencia de la bota nazi aplastando la dignidad humana de todo aquel que no se doblaba, no permiten juicios extemporáneos. Rodoreda y Obiols se han trasladado y ahora malviven casi encofrados en una habitación de ocho metros cuadrados de la casa del número 43 de la calle Chauffour, en Burdeos. Estoica y vulnerable, Rodoreda cose y escribe, sobre todo cuentos en los que se filtra la miseria de la vida francesa bajo la ocupación hitleriana.
Francia
Tres años después, Rodoreda y Obiols dejan Burdeos y se instalan en el París liberado. Tal y como explica Neus Penalba a lo imprescindible Hambre en los ojos, cemento en la boca, los años de París (1946-1954) son cruciales para Rodoreda. Lee de todo y mucho, tanto en inglés como en francés, va al cine ya las galerías de arte y museos: se imbuye de toda la modernidad literaria, plástica y cinematográfica que entonces está sacudiendo y revitalizando una cultura europea aún en estado de choque. Rodoreda y Obiols se instalan en una chambre de bonne, una mansarda, del número 21 de la calle de Cherche-Midi, precaria y no muy hospitalaria, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés.
Mientras absorbe y procesa todo lo que le rodea, escribe cuentos y poemas, pinta cuadros y acuarelas (en la línea del neoprimitivismo lírico de Paul Klee y del arte sucio de Jean Dubuffet) y sigue cosiendo. Al igual que para tantos creadores de todo el mundo que vivieron en el París herido pero desbordante de posguerra, la capital francesa siempre fue central para Rodoreda, que conservó el piso hasta bien entrados en los años 70. Es mientras vive en París y confirma que la dictadura de Franco no caerá pronto, seguramente, cuando la escritora, nunca se ha tan imaginado, que nunca se lo ha imaginado. dice Carme Arnau a Años de barbarie, entiende que tardará mucho en poder volver a Catalunya.
Ginebra
Después de años de penuria económica, que Rodoreda trató de esquivar cosiendo y Obiols trabajando para Todt y después haciendo de lector para editoriales y durante un tiempo reavivando la Revista de Cataluña, él consigue por fin un buen trabajo. En 1951 es contratado como traductor por la Unesco. Es en parte por la nueva ocupación de Obiols que se trasladan a Ginebra, en 1954. Viven en el número 19 de la rue de Vidollet, "en un estudio muy bonito, encima de un parque", según explicó a Baltasar Porcel, desde donde ve un pedazo de lago y un pedazo de montaña. Aunque en Ginebra no se llega a sentir nunca como en casa, a diferencia de París, es aquí donde florece, explota, creativamente.
Sigue pintando, pero sobre todo escribe, como una fanática inspirada. Todo lo que ha ido aprendiendo, sintiendo, pensando y viviendo, aquí sale. En cascada. Entre otras cosas, en Ginebra escribe –o al menos comienza– cuatro de sus mejores novelas: Jardín junto al mar, Espejo roto, La plaza del Diamante y La muerte y la primavera. También escribirá La calle de las Camelias y reescribirá la única de las tres novelas tempranas que acabó salvando, Aloma. En parte, esta casi milagrosa productividad se explica por la soledad de la escritora. Debido al trabajo, Obiols pasa cada vez más temporadas en Viena, hasta que al final se acaba instalando. Continúan juntos, pero el único compromiso total y absoluto de Rodoreda ahora ya es consigo misma y su obra.
Cruce de Balmes con Padua
La relación de la escritora con Barcelona había sido difícil, atravesada por la añoranza y la pena, desde que había tenido que huir. En 1949 realizó una visita fugaz, pero se volvió a ir enseguida. En 1968, en cambio, regresó con la intención de quedarse. Los tiempos estaban cambiando. Compró un piso, en el cruce de Balmes con Padua, junto al Parque de Monterols.
Es allí donde Pilar Aymerich le hizo la conocida foto en la que se la ve fumando ante la máquina de escribir, con un póster en la espalda que dice: Patriots stand erect. En la única metedura de pata que hay en su magnífico libro, Penalba ve este póster como una crítica presuntamente irónica de Rodoreda contra el nacionalismo. No es así. Rodoreda era una catalanista insobornable, y una de las razones que explican que no se sintiera a gusto en la Barcelona de finales de los 60 fue encontrarla tan lingüística y culturalmente desfigurada, después de décadas de franquismo castellanizador.
Romanyà de la Selva
Para pasar sus últimos años de vida, Rodoreda escogió hacerse una arcadia particular, la versión espaciosa y floral de la cámara propia recomendada por Virginia Woolf. En Romanyà de la Selva se retiró para consagrarse a escribir ya cultivar un jardín. Situada en un paisaje de ecos telúricos, lleno de "montañas de alcornoques", tal y como escribió en una carta, desde allí tenía vistas sobre "medio Cataluña, desde los Pirineos hasta Sant Feliu de Guíxols".
En la casa de Romanyà, que ella encontraba "preciosa", vivía en un entorno antiguo y rudo, recibía visitas escogidas y escribía sin cesar. Aquí terminó Espejo roto, escribió Cuánta, cuánta guerra... y continuó una novela que arrastraba desde principios de los 60, La muerte y la primavera, en la que trabajaba de manera inconstante pero obsesiva y que, a la hora de la muerte, aún no había sido capaz de terminar.
Espejo roto, publicada originariamente en 1974, es quizás la novela de concepción más ambiciosa de todas las que escribió Rodoreda. Suma la naturaleza folletoonesca de las novelas del XIX, la voluntad totalizadora de captar la evolución de una estirpe familiar y la marca del paso del tiempo sobre unos espacios y unos personajes, y la modernidad fascinante, siniestra y caleidoscópica de una cierta novela del XX. Aparte de las tres generaciones de los Valldaura, la torre y el jardín donde habita la familia juegan un papel central en la obra: el salón, la cocina abundante, la sala de juegos... Rodoreda se medio inspiró en la torre familiar de su Sant Gervasi de infancia, a la que dio un toque señorial, y tomó como modelo su jardín de Romanyà. Todo ello injertó de elementos fantásticos, de onirismo y de fantasmagorías que distorsionan –rompen– el realismo.
Gracias a la reedición que hizo Club Editor en 2016, con un epílogo completísimo, tan perspicaz como persuasivo, de Arnau Pons, La muerte y la primavera ha redimensionado, ha hecho más compleja y más profunda, la fama canónica de Mercè Rodoreda. Además de ser la novela más influyente de la literatura catalana de lo que llevamos de siglo XXI, un hecho extraordinario si tenemos en cuenta que se publicó póstumamente en 1986, La muerte y la primavera es la expresión de la Rodoreda más experimental, más grave, más simbólica, más trascendente y al mismo tiempo más salvaje y brutal. La empezó a escribir en el exilio, en los años fecundos y solitarios de Ginebra, lejos de su país, marcada por el trauma de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial y del largo exilio, y quizá por eso es, entre otras cosas, una gran novela sin hogar, ambientada en una especie de no-lugar misterioso, entre el campo de concentración.
Es, entre otras cosas, una novela sobre el mundo como lugar hostil, sobre la sensación profunda de ser víctima de un exilio existencial. Quizás durante los años de Romanyà no fue capaz de terminarla, aunque lo intentó, porque entonces, por primera vez después de mucho tiempo, Rodoreda sentía que estaba en casa.