Moda

¿Llevarías encima el pelo de alguien querido?

Relicario en un medallón de oro que regaló la reina Victoria a John Brown, siglo XIX, con retratos de la reina y el príncipe Alberto, y dos copos de pelo.
25/11/2025
Analista de Moda i Tendències
3 min

Hoy, el pelo que se nos desprende del cuero cabelludo cae al suelo y acaba en la basura cuando hacemos el sábado, si antes no se ha colado por el desagüe de la ducha o se ha lanzado por el inodoro. Pero hasta hace poco, estos mismos hilos –efímeros, íntimos, cargados de identidad– podían convertirse en tesoros personales, trabajados con precisión y combinados con materiales tan preciados como el oro o el marfil. Hablamos de la joyería hecha con pelo, una práctica con mucha antigüedad que en el siglo XIX, en pleno universo moral y sentimental de la era victoriana, llegó a su momento de máximo esplendor.

En aquel mundo donde el recuerdo tenía forma material y la memoria se heredaba dentro de medallones, el pelo no era residuos: eran relicarios domésticos, fragmentos vitales de las personas queridas. Pero… ¿qué llevaba a alguien a lucir un collar, un broche o un anillo hecho con el pelo de otra persona? La respuesta combina amor, luto, artesanía y una idea de la intimidad que hoy nos parece sorprendente –y, por eso, fascinante.

La reina Victoria de Inglaterra fue decisiva en esta moda: tras la muerte de su marido, el príncipe Alberto, en 1861, inició un duelo público muy prolongado que hizo visibles y socialmente aceptadas estas prácticas, hasta convertirlas en ornamentos imprescindibles de toda mujer elegante. Una de sus piezas más queridas era un pequeño colgante en forma de corazón que contenía un mechón de pelo de Albert, tan valioso que dejó escrito que, cuando ella muriera, se guardara en la "Blue Room" del castillo de Windsor.

Este universo estético del duelo seguía un protocolo estricto: en el primer duelo o duelo completo (un año y un día) sólo se podía llevar joyería totalmente negra; el pelo no entraba en juego hasta el duelo secundario (entre seis y nueve meses después).

Estas joyas, gracias a la naturaleza casi inmortal del cabello, compensaban la ausencia y evocaban la existencia física del difunto. Eran un "material simbólico" muy potente: parte incorruptible del cuerpo leída como un fragmento de inmortalidad. Podían adoptar la forma de pulseras o anillos trenzados, grandes coronas, composiciones florales, copos encapsulados en colgantes o verdaderas obras de filigrana similares a las puntas de almohada, en las que el pelo sustituía el hilo. A menudo combinaban cabellos de diferentes personas y actuaban simbólicamente como un retrato de familia, más económico que encargar uno a un pintor.

Un gesto de intimidad profunda

Ahora bien, no siempre la muerte motivaba estas prendas. También se regalaban copos entre amigos, familia o amantes como símbolo de cariño; dar cabello era un gesto de intimidad profunda, una especie de "tarjeta de visita sentimental". En una época en la que la fotografía todavía no existía y, una vez muerto alguien, escaseaban los recursos para retener su memoria viva, la pervivencia del cabello se convertía en símbolo de constancia emocional.

Con el tiempo, sin embargo, esta práctica decayó: nuevas ideas sobre higiene, la institucionalización de la muerte y la popularización de la fotografía ofrecieron otras formas de recuerdo. Las fotografías post mortem, que mostraban a la persona muerta como si estuviera durmiendo o integrada en una escena familiar, eran a menudo la última y única oportunidad de conservar su imagen, ya que disponer de una fotografía era un lujo que no todo el mundo podía permitirse y la mayoría no había podido hacerlo en vida. Si bien hoy las vemos como prácticas macabras, entonces representaban una forma de preservar el recuerdo del ser querido antes del entierro.

Las joyas de pelo no eran objetos extraños ni escalofriantes como pueden leerse desde una mirada demasiado presentista, sino estrategias emocionales muy cercanas a las que utilizamos hoy: llevar el reloj de un padre, conservar un pañuelo con olor o mantener abierto el perfil en redes de alguien que ya no está allí. Todo ello para soportar el mismo conflicto universal que nos ha acompañado desde antiguo como humanidad: aprender a lidiar con la muerte, especialmente la de alguien que amamos.

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