Sacrificarse por una mentira: retrato del joven quemado

Aprovechando la publicación de los libros ‘No puedo más’, de Anne Helen Petersen, y ‘No seas tú mismo’, de Eudald Espluga, analizamos el cansancio de los millennials después de años de entrega al mundo laboral a cambio de precariedad

Retrat de un joven quemado
Pau Cusí
12/12/2021
6 min

BarcelonaEstamos a sábado y, mientras escribo estas líneas, estoy perdiendo la oportunidad de hacer varias cosas. Podría estar andando con mi padre por el camino de ronda de Roses, por ejemplo. También he perdido la ocasión de gandulear bajo las sábanas de la cama mientras mi pareja agota las últimas horas de sueño. Incluso podría estar capturando monstruos de bolsillo en el Pokémon Diamante, un videojuego que se estrenó hace poco y que todavía no he desprecintado. Estos son tres ejemplos de actividades que, enumeradas en orden de menos además deseable, me gustaría estar haciendo ahora mismo. Sin embargo, como decía hace un momento, estamos a sábado y estoy clavado ante el portátil redactando estas líneas. 

Y no es por la pasta. Por suerte, de lunes a viernes tengo un trabajo relativamente estable que me permite vivir, también, relativamente bien. Así pues, ¿por qué lo hago? En el horizonte se dibujan dos hipótesis: la primera, que sea una persona profundamente idiota; la segunda, que me mueva una fuerza superior –mayor que yo y que tú– que, desde que aprendí a sumar en la clase de los pingüinos, me posee mientras me cuchichea en la oreja un eterno "cúrratelo y serás feliz". A pesar de que la primera tesis no se puede descartar, observando mi entorno –y, sobre todo, a mis compañeros generacionales– he llegado a la conclusión de que la segunda, la del discurso interno que me hace mover a contra natura, es la buena. Y no solo me pasa a mí. No somos pocos, los millennials que nos lo curramos a cualquier precio.

Una venda en los ojos

De todos los adjetivos que se utilizan recurrentemente para hablar de la generación millennial, mi preferido –porque me parece el más acertado– es soñador. A diferencia del chaval de veintidós años que acaba de descubrir las criptomonedas, sin embargo, yo a esta palabra no le atribuyo ninguna connotación positiva. Todo lo contrario. Los millennials somos soñadores y esto es un hecho negativo del que no tenemos que estar orgullosos. Soñadores porque, a pesar de que la cotidianidad nos golpea la cara diariamente con datos, experiencias de terceros e incluso vivencias en primera persona que nos muestran cómo son de desalentadores el presente y el futuro, seguimos entregándonos a la falsa promesa que se nos ha inculcado desde pequeños: si te lo curras, si te sacrificas por aquello que te apasiona, tendrás una vida llena y serás feliz.

Poco importa que, en 2020, los barceloneses de 14 a 35 años ingresaran de media un sueldo más bajo que el precio del alquiler de un piso y que el 32% necesitaran ayuda económica de terceros para subsistir. Que en Cataluna nos emancipemos a los 29,5 años. Que del primer contrato al contrato indefinido pasen, de media, unos nueve años. Poco importa, incluso, que el suicidio sea la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes de 16 a 35 años aquí. Y que tus esfuerzos, los de tu colega y los de tu primo, casualmente, no obtengan la recompensa prometida. Tal como dice la periodista y escritora Anne Helen Petersen en el libro No puedo más (Capitán Swing), “hemos orientado toda nuestra vida alrededor de la idea que trabajar duro conduce al éxito y a la prosperidad, sin que importe el número de veces que nos enfrentamos a situaciones que demuestran lo contrario”. 

Entregarse tiene un precio

Una de las conclusiones que se extraen de la lectura de Petersen es que la entrega millennial se ha convertido en una trampa para los mismos millennials. Si trabajar fuera de horas nos tiene que convertir en profesionales exitosos de nuestro sector, es normal que estemos dispuestos a responder correos de nuestro jefe a las once de la noche. Si hacer unas prácticas abusivas es el precio a pagar para acabar trabajando en la empresa deseada, es normal que aceptamos hacerlas sin ver ni un euro. Si entregarnos al trabajo que nos apasiona, en definitiva, nos tiene que hacer felices y ricos, es normal que sacrifiquemos el resto de factores que nos convierten en humanos funcionales en favor de la profesión. El problema, claro, es que estas promesas son solo esto, promesas. La realidad, como decíamos antes, indica que no tienden a cumplirse, precisamente. Y por el camino corremos el riesgo de perder lo que sí que es importante: familia, amigos, salud e incluso la misma vocación. 

En este sentido, es interesante la comparativa que el filósofo gerundense Eudald Espluga establece en el libro No seas tú mismo (Paidós) entre el fordismo –el sistema de producción industrial surgido en las primeras décadas del siglo XX– y la situación actual.

La portada del libro 'No puedo más'.

Durante el fordismo, los altos niveles de producción se garantizaban con una gestión autoritaria del trabajador, hecho que se traducía en dominación, disciplina física y ritmos frenéticos. Ahora, en cambio, la empresa se puede permitir el lujo de regalar fruta, organizar sesiones de team-building y, encima, parecer una entidad ejemplar, puesto que es el trabajador quien acepta e incluso se autoimpone condiciones abusivas para perseguir el objetivo –a menudo irreal– de convertirse en un profesional vocacional, feliz y exitoso . Por eso el concepto workaholic en muchos sectores no tiene connotaciones negativas, por eso nadie quiere ser el primero a irse de la oficina y por eso, también, hasta hace bien poco la retórica de mientras tú duermes, yo trabajo estaba tan bien vista. Todo ello, hasta convertir nuestro deseo de éxito en una jaula vital.

La quemadura y fatiga millennial, sin embargo, no solo es consecuencia del vasallaje oficinista. En uno de sus mejores memes, el usuario @concurseitti –un genio de este arte– calificaba el mercado laboral de talent show. Y la definición no puede ser más acertada. La incuestionable fusión entre vida real y vida virtual ha convertido las redes sociales de los jóvenes –especialmente de aquellos que se dedican a las profesiones creativas– en un nuevo bolo con la cual hacer malabares para impresionar al jurado. Y no hay que trabajar en el Cirque du Soleil para saber que, cuanto más objetos se añaden al juego de malabarismos, más difícil es mantener el equilibrio, más estrés acumula quien lo lleva a cabo y, en definitiva, más fácil es que todo se vaya a pique.

En Twitter, el periodista se autoexige ser visible, riguroso y cínico; el guionista, mostrarse bastante irónico para parecer interesante. En Instagram, el ilustrador tiene la misión de convertir su muro en la portada de una revista de artes plásticas en la cual, sintiéndolo mucho, la yaya o el gato no tienen cabida. En LinkedIn, el licenciado en ADE exhibe una serie de términos anglosajones con la esperanza que, en su caso sí, alguna empresa se sienta atraída por las palabras project manager. En esta jungla diseñada en Silicon Valley, pocos millennials se pueden permitirse el lujo de no ser. De no existir. Todo ello –y esto lo explica muy bien Espluga– forma parte de un proceso de optimización constante, en el que incluso el descanso, el entretenimiento o las relaciones sociales están destinados a mejorarnos profesionalmente. Citándolo textualmente: “Si lo que es laboral es personal y lo que es personal es laboral –love what you do, do what you love–, toda nuestra existencia queda sometida a la lógica del rendimiento y el beneficio”. 

¿Y ahora qué?

Llegados a este punto, es posible que el lector busque respuestas. En opinión de quien escribe estas líneas, el primer paso para afrontar el problema es dejar de creer en las viejas premisas que hemos convertido en dogmas: esfuerzo, recompensa; vocación, felicidad; trabajo, estabilidad. En resumen, dejar de sacrificarnos por una mentira. Pero no es suficiente.

Respondiendo a una pregunta telefónica tan simple como “¿que podemos hacer?”, Eudald Espluga lanza dos ideas básicas. En primer lugar, tomar conciencia de nuestra fatiga y, sobre todo, del hecho de que no se trata de un malestar individual o privado. “La fatiga es resultado de una dominación estructural que tiene causas económicas y sociales. Causas materiales. Seguimos viendo el síndrome burn-out (estar quemado) como una patología que depende de la persona, y esto es parte del problema”, apunta. En este sentido, recalca que esta no es solo una problemática juvenil, sino que es intergeneracional. “Quizás sí que el capitalismo de plataformas y su exigencia productiva han afectado más a los millennials, pero hay que tener presente que también puede afectar, por ejemplo, a personas de más de 50 años en situaciones de vulnerabilidad o en el paro. Personas a las cuales los cuesta mucho más reincorporarse al mercado laboral precisamente por todas las transformaciones que se han producido alrededor de la digitalización”, añade. Romper con la idea de que esta quemadura solo afecta a los millennials, pues, es también parte de la respuesta. En segundo lugar –y aquí sí que nos ponemos prácticos–, la solución definitiva pasa por politizar la fatiga. “Sea en forma de sindicación o sea con acciones políticas o de reapropiación de las tecnologías, hay que movilizarse con el objetivo final de cambiar nuestra conciencia o perspectiva”, asegura. Dejar de poner tiritas en forma de talleres de mindfulness, como dice él, para hacer visible el malestar y poder dar una respuesta colectiva.

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