Las sombras de lo que fue la ciudad más rica del mundo: un viaje a Potosí
Conocida por sus minas, esta ciudad a 4.000 metros esconde obras de arte en las que las divinidades locales y las cristianas se unen
Barcelona«Cada vez que piso esta ciudad, descubro cosas nuevas. Andas hacia el pasado, caminas hacia el futuro» explicaba Teresa Gisbert a mediados de los 80, cuando les encargaron a ella y al arquitecto Luis Prado Ríos el dossier para pedir que Potosí fuera declarada Patrimonio Universal de la Humanidad. Candidatura que fue aceptada, claro. En Potosí, la historia se te cae encima, a cada paso. En cada detalle de sus preciosas iglesias barrocas, en los viejos palacios y caras de los cuadros religiosos, con un Jesús blanco y los ángeles indios. Y en la presencia del Cerro rico, que fue en su día la mina más importante del planeta. Tanto, que todavía hoy mucha gente ignora que Potosí es una ciudad, y no sólo una palabra por definir riqueza.
Durante siglos, los españoles explotaron a los indios para vaciar esta mina de plata. Y ni así la extrajeron toda. Miles de personas murieron en accidente o enfermedad. Indios que eran engañados, forzados a bajar bajo tierra, mientras los españoles que mandaban se enfadaban porque creían que vivían poco, que morían fácilmente. Como si fuera fácil, bajar bajo el suelo, inhalar gas, pasar calor, despejarse, todo para conseguir metales preciosos. Todavía hoy los mineros descienden jugándose la piel. Ahora no les suele obligar a un patrón, pero sí la pobreza, Bajan sin demasiadas medidas de seguridad, encomendando su vida al Tío, el dios que manda bajo tierra. En la entrada de la mina, una estatua hecha por los mineros representa al Tío en forma de demonio, con cuernos y un pene gigante. Está lleno de ofrendas como cigarros y telas. Los mineros, cristianos, adoran a un dios pagano. Era esto lo que enamoraba a Gisbert. Historia viva, el pasado que no se va y el futuro que avanza mirando atrás.
Potosí es un tesoro, aunque pueda ser agresivo en el primer contacto. Cuando llega, el caos te golpea. Coches arriba y abajo, gente atravesando sin mucho orden la carretera, perros sin propietario. No parece la que fue una de las ciudades más ricas del mundo, aunque en sus años de esplendor, el caos debía estar también. Pero fuera del centro. Los españoles instalaron unas puertas en el centro de Potosí que se cerraban de noche. Dentro, los blancos y los criollos. Fuera, los indios. Dentro, quien recogía con sus manos perfumadas la plata de los sacos. Fuera, quienes bajaban a la mina. Hoy en día, las puertas se traspasan siempre, aunque siga habiendo diferencia entre los barrios periféricos y un centro que va atrapándote poco a poco. A Gispert le ocurrió. Esta boliviana que recordaba a sus familiares hablando catalán en la librería Gisbert, todavía abierta, que abrieron los suyos en el centro de la Paz, tardó en visitar Potosí, ciudad alejada incluso para muchos bolivianos. Llegar cuesta. Y casi todo el mundo lo hace por tierra, ya que el proyecto para tener un aeropuerto moderno nunca sale adelante. A finales de los 80 unos militares estadounidenses crearon una pista que se ha intentado convertir en un aeropuerto, pero cuesta por falta de espacio. Son más de 4.000 metros, lo que hace de Potosí una de las ciudades más altas del mundo. Cuando el viajero llega, suele hacerlo con dolor de altura, el soroche. Le dan infusiones de torta y le piden paciencia para superarlo. El cuerpo acaba acostumbrándose.
Cómo acostumbras a levantarte la vista y ver el Cerro rico, imponente. Como si protegiera la ciudad. Hay un montón de leyendas relacionadas con esta cima. Se cuenta que divinidades y reyes incas rodearon por aquí, pero que quien habría descubierto que la barriga de esta cima estaba llena de plata fue un pastor quechua, Diego Huallpa, quien en 1545 encendió una hoguera aquí mientras buscaba unas llamas que había perdido. Cuando se despertó por la mañana, vio que entre las brasas de la hoguera brillaban filetes de plata, fundidos por el calor del fuego. Cuando la noticia llegó a orejas de los españoles, que ya habían llegado, poco tardaron en tomar posesión del Cerro Rico. Lo haría el 1 de abril de 1545 el capitán Juan de Villarroel. 25 años más tarde, la Villa Imperial de Potosí tenía ya 50.000 habitantes. En 1625, la cifra subía por encima de los 160.000, más que Londres o París en la época. Potosí se convirtió en un símbolo de riqueza. La plata que se extraía del Cerro Rico llegaba en forma de moneda a todas partes. A veces, terminaba en el fondo del mar cuando se hundían los barcos. A veces, en lugar de llegar a Sevilla, terminaba en manos de corsarios ingleses o franceses. O de los banqueros flamencos o italianos, ya que la corona española gastaba más de lo que tenía. Y mira que tenía plata, gracias a Potosí. La leyenda dice que sólo con las barras de plata extraídas aquí, se pudo hacer un puente hasta España. Otros dicen que el puente pudo hacerse con los cadáveres de los mineros muertos en sus minas.
A Potosí, a los españoles no les faltaba nada. Se hacían enviar telas, porcelana y ropa de todo el mundo, después de largos viajes. Hacían venir artistas, músicos o arquitectos, que enseñaban a jóvenes locales sus técnicas. La villa se llenó de palacetes, teatros y especialmente, iglesias, más de 35 a mediados del siglo XVII. Hacía falta, las iglesias, para hacerse perdonar los pecados, ya que también existían burdeles de lujo y cuando se celebraban las fiestas locales, se cometían todo tipo de excesos. Esto los españoles y los mestizos, claro. La mayor parte de indios lo miraban de lejos. O trabajaban al servicio de los poderosos. Tal era la riqueza de Potosí que se decía que las herraduras de los caballos eran de plata. O que durante la celebración del Corpus Christi del año 1658, algunas calles del centro fueron despedradas y cubiertas de barras de plata. La producción alcanzó su punto máximo alrededor del año 1650, momento en el que las vetas empezaron a agotarse y Potosí entró en un camino decadente del que nunca pudo recuperarse. Por si fuera poco, en 1719 una epidemia de tifus mató a cerca de 22.000 personas, y una cantidad similar abandonaron la ciudad. A principios del siglo XIX, la población había descendido hasta los 8.000 habitantes. Dentro de los antiguos palacios donde antes se hacían bailes de máscaras, ahora había cabras durmiendo.
Pero, de nuevo, la tierra dio sus frutos. A mediados del siglo XIX comenzó la producción de estaño, que dio trabajo a muchos mineros hasta mediados del siglo XX. Ahora queda poco, de ese pasado minero, aunque muchas personas siguen bajando al Cerro Rico, para ver si encuentran algo de plata, de zinc o estanque. No sólo bajan mineros. Ahora también acuden turistas, atraídos por las leyendas y para poder ver cara a cara al Tío. El turismo ha dado una nueva vida a Potosí. Con el esfuerzo del gobierno y ayudas internacionales, se han restaurado las mansiones y las preciosas iglesias de estilo barroco que Teresa Gisbert explicó en el mundo. Especialmente, una pintura que puede verse en el Museo de la Casa de la Moneda, en la que el vestido de la Virgen María se convierte en la cima del Cerro Rico, uniendo la divinidad local, la Pachamama, con el ritual católico. Cuando Gisbert vio por primera vez esta pintura anónima del siglo XVII, se entusiasmó. «El culto a la Madre Tierra fue uno de los grandes escollos para la cristianización del sur andino, arrecife que intentó salvarse con la identificación de la Pachamama con la Virgen María. En Potosí esta identificación de la Virgen con la Pachamana es muy evidente. El proceso es doble, ya que también se imponía la idea de la virgen sobre aquellas colinas donde eran adoradas las apus, dioses masculinos que forman parte de la Pachamama en una extraña dualidad andrógina» escribía en un ensayo en los años 80. Nuestra Señora cristianizaba el Cerro, pero dentro sobrevivió el Tío, heredero de esas divinidades de otros cultos. El pasado que no acaba de irse. Un sincretismo que permitía poder explicar a los gobernadores españoles que se había cristianizado a la población, aunque para ello se miraba hacia otro lado cuando se hacían ofrendas al Tío o se rezaba en lengua quechua pronunciando el nombre de la Pachamama. .. arrodillados ante la Virgen María.
Los sombreros de las cholitas
En Potosí, los elementos sincréticos están en todas partes. Pueden verse en templos como la Torre de la Compañía de Jesús, con una impresionante portada, o en la fachada de la iglesia de San Lorenzo de Carangas, donde divinidades precolombinas como el sol y la luna comparten espacio con Jesús. O en las facciones de la cara de las estatuas de ángeles y santos, las mismas facciones que te encuentras tomando un café en la plaza 10 de Noviembre, el corazón de la ciudad. Culturas mezcladas, como ocurre con la ropa de las mujeres indígenas, las cholitas, que llevan una especie de sombrero de inspiración europea parecido al bombín inglés. Un sombrero pensado para hombres británicos ha acabado en la cabeza de mujeres bolivianas, que lo llevan en medio si están casadas y algo torcido si son solteras. Nadie sabe exactamente cómo nació esta moda, pero así es la mezcla cultural andina.
Las cholitas van arriba y abajo por la plaza de armas, el viejo centro de poder, con el ayuntamiento y la Catedral. No muy lejos se encuentra la Casa de la Moneda, cuya imponente fábrica salieron buena parte de las monedas españolas de América. Por sus pasillos y salas se van viendo monedas, máquinas y obras de arte que permiten hacerse una idea, de cómo llegó de ser de rica, esta villa que parece subirse hasta las nubes, aunque en los túneles del Cerro Rico puede bajarse casi hasta el infierno.
Y es que en el Cerro Rico todavía se sufre. Mientras los turistas forman parte de grupos organizados para su descarga haciendo una excursión, en otros pozos bajan mineros explotados, como explica en su excelente libro Potosí el periodista vasco Ander Izagirre, que utilizó como hilo narrativo la historia de una niña de 12 años que bajaba a trabajar sin contrato, sin medidas de seguridad y sin convenio alguno que regulara las horas que trabajaba. Y como ella, cientos de niños y niñas, que siguen bajando en la barriga de las montañas por cuatro reales, jugándose la vida como ya hicieron sus antepasados cuando los españoles les obligaron. Siempre que hay riqueza, detrás se esconde desgracia. La suerte de unos es el sufrimiento de otros. Aquellos años en los que Potosí fue una de las ciudades más ricas del planeta, con bailes, conciertos y lujo, dejó millones de indios fallecidos, entre las minas, la represión y las enfermedades. “Aquella sociedad potosina, enferma de alarde y derroche, sólo dejó en Bolivia la vaga memoria de su esplendor, las ruinas de las iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida, pero el caballero se fugó con los diamantes. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, vestida con un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversábamos ante el patio andaluz de su casa. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo debería empezar por pedirle disculpas”, escribía Eduardo Galeano, que la visitó mientras escribía Las venas abiertas de América Latina. Sin embargo, la acusación sigue vigente, sin que lleguen las disculpas. Y en la actualidad todavía mueren mineros por culpa de los numerosos accidentes en un Cerro Rico que ha quedado todo agujereado por dentro. Como si la avaricia de los hombres, carcomando el interior de la montaña, amenazara que un día la cima se hunda. De momento sigue imponente sobre un mar de casas de barro y chatarra, aquellas en las que vive la población modesta de Potosí. En la misma zona donde vivían los mineros hace cuatro siglos, cuando todas las noches las puertas de la ciudad se cerraban para alejar a los pobres de los ricos.