Leticia, atrapada (estilística y políticamente) en el Vaticano
La proclamación del nuevo papa León XIV puso contra la pared a las monarquías y sus contradicciones en un acontecimiento repleto de antiquísimas tradiciones
BarcelonaLa política proporciona en muchas ocasiones extraños compañeros de viaje. Y si no se lo creen, que le pregunten al papa León XIV, que para su misa de proclamación llenó hasta la bandera la plaza de San Pedro del Vaticano con 200.000 personas entre las que hubo líderes políticos mundiales con todo tipo de pelajes. Curiosamente, sin embargo, entre todos los invitados pintorescos del pontífice fueron pocas las personas que contaron con un privilegio relacionado con el código de vestimenta, que siempre es monocromático negro cuando el acto papal es solemne. Concretamente, estas personas privilegiadas fueron las reinas "de países católicos", que cuentan con el privilegio de poder vestirse de blanco ante un papa, un derecho antiguo que seguramente quizás a ellas ya no les importa lo más mínimo, pero que a los medios rosas les alegra una jornada laboral en la que la crónica principal consiste únicamente en explicar algo tan cachonda como una misa.
En este contexto tan cosmopolita –con gente llegada de todo el mundo– que se creó en el Vaticano hace apenas una semana, la reina consorte española, Letizia, brilló como la luna llena sobre el cielo nocturno, junto a otras tres afortunadas más: Matilde de los belgas, su alteza serenísima Charlene de Mónaco y su majestad la gran duquesa María Teresa de Luxemburgo. Ellas y sus eméritas son las únicas reinas que pueden vestirse de blanco ante un papa desde que siglos atrás les fue concedido ese derecho cromático en agradecimiento a la cooperación de sus países con los intereses de la Iglesia católica, que premiaba así a las monarquías que le seguían el juego. Este derecho, según algunas fuentes, se vio especialmente confirmado tras la reforma protestante, momento en el que el Vaticano quiso vincularse aún más a los países que le mantenían lealtad. Y es que como nunca nos cansaremos de repetir en esa humilde tribuna, la moda es política y lo ha sido siempre. Antes que los spin doctors y los estilistas aparecieran y se aliaran.
Un privilegio para una reina del pueblo
Pasados todos estos siglos, el privilegio del blanco sigue existiendo y, peor aún, se sigue utilizando. Lo más extraño es quizás que sea precisamente Leticia quien abarque una tradición que es la definición exacta de privilegio. Ella, que desde que llegó a la Zarzuela tiene el encargo tácito de hacer parecer a la institución monárquica como la casa de unos servidores públicos que sólo piensan en el interés del pueblo y que no gozan de ninguna prebenda, resulta muy contradictoria abrazando un privilegio tan privilegiado, ya que lo tienen actualmente sólo seis personas en todo el mundo. De hecho, es posible que sea uno de los derechos más minoritarios que existen en el mundo, si lo miramos bien.
Cierto es que en ese contexto Letícia no parecía tan cómoda como en otros actos, quizás consciente de que lo de presumir de privilegios no acaba de cuadrar con su posicionamiento de marca. Es posible que la monarca, que suele caer en gracia a la mitad progre de España, sabía que no le acababa de convenir tener tanto protagonismo en ese acto y por ese motivo. Lista como es, era consciente de que a la mitad más carca de España ella no acabará de convencerles nunca –porque no es ni rica ni de origen aristócrata ni forma parte de nada de lo que ellos idolatran...– por mucho que se esfuerce sobresaliendo en actas carcas. Es decir, sabía que aquel acto sólo podía acabar trayéndole disgustos, desmotivando a sus fans y dejando indiferentes a los más rancios.
Quizá por eso abrazó el privilegio blanco, pero con tan poca efusividad. El traje era la máxima expresión del minimalismo: geométrico y sin ninguna textura aparente que le pudiera dar un twist. Parecía como si intentara posicionarse como una working girl del siglo XXI en un contexto en el que este posicionamiento es imposible e intentar conseguirlo resulta completamente inverosímil. Si se le hace un análisis de comunicación política, su combinación de vestimenta en ese contexto sonaba a grito desesperado, porque buscaba cumplir las normas y desatarse a la vez.
También ha sido comentado el hecho de haber prescindido de la pinta, adorno que sí utilizaba su predecesora, Sofía, para sostener la mantilla blanca, elemento que Letícia sí ha llevado. La teja, el elemento de vestimenta más tópicamente español, le echaron de menos en la plaza de Sant Pere algunas comentaristas, ya que no es sólo un complemento tradicional de moda, sino un símbolo identitario para muchos españoles, que ahora se han sentido defraudados al ver que su representante no les ha dado la dosis completa de conservadurismo a pesar de que cuando era princesa sí que lo era princesa. Realmente, aquel acto era totalmente una trampa para Leticia, tomada allí de todas sus contradicciones y de su institución.
¿Es una exhibición justificable?
Pero más allá de lo que supone ese acto para la reina española en el ámbito de branding personal, también deberíamos plantearnos lo que supone para nosotros, los ciudadanos del país que le pagamos el avión hasta allí Es de ser justos admitir que todos los países del mundo deben tener representación en contextos internacionales, sea cual sea el acto, pero a pesar de discrepar una reina de un país que es constitucionalmente aconfesional no es apropiado. De hecho, es peor aún, es un error político grueso que a alguien debería hacerle daño a la vista Si la separación entre el Estado y la Iglesia importara a alguien, claro.
Si la monarca está ahí a título personal, ningún problema, pero si nos representa a todos, no es justo hacer alarde de algo que sólo representa unos cuantos. genera tanta división como la religión dejen manga ancha? ¿Algo falla en su vara de medir la centralidad.
Pese a las contradicciones de la reina, lo que más destaca de esa jornada es el espectáculo incongruente conjunto que resulta cuando tantas instituciones que tan poco tienen que ver con nuestros tiempos se mezclan entre sí por conveniencia de todas ellas. Personas con vidas del siglo XXI acaban defendiendo privilegios de hace siglos y además lo hacen en representación de sociedades democráticas aconfesionales que les pagan el viaje para ver la proclamación de un líder absoluto y filoteocrático elegido por una casta de otros elegidos. También hay en escena reinas que antes de llegar al cargo estaban casadas por el civil y divorciadas que ahora van vestidas de blanco ante un papa de Roma que critica al colectivo LGBTI, pese a tener tantos miembros en sus filas.
Mientras tanto, reinas católicas como Máxima de Holanda –que es argentina– van vestidas de negro porque resulta que, aunque quizá sea de las pocas católicas reales de la escena, representa a un país protestante. Y para acabar de redondearlo, los españoles más nacionalistas resulta que añoran a la reina Sofía, una reina que es griega y ortodoxa. Es decir, que cuando acudía a estos eventos ejercía de española y de católica sin ser ninguna de las dos cosas. Un año los Oscar deberían nominar a los asistentes a estos actos que tan bien se lo pasan con nuestro dinero haciendo teatros que no sabemos exactamente para qué nos sirven, a los que les pagamos la fiesta.