América Latina

Las rutas del narcotráfico se transforman en América Latina

La región atraviesa un auge de violencia a manos de organizaciones criminales que se multiplican, mientras el consumo de cocaína se dispara en el mundo

Soldados venezolanas en formación en una imagen de archivo.
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Buenos AiresMás de cincuenta años desde el inicio de la llamada “guerra contra las drogas” impulsada por el gobierno de Richard Nixon desde Washington, América Latina atraviesa una nueva oleada de violencia extrema relacionada al narcotráfico. Si, durante décadas, el negocio se había concentrado mayoritariamente en México y Colombia, en manos de grandes cárteles como el de Sinaloa o el de Medellín, hoy la realidad es bien diferente: en primer lugar, nuevos países se han incorporado a la red del narcotráfico, y aparte, los grupos criminales se han dividido, multiplicado y han diversificado su actividad, en paralelo a una demanda récord de cocaína en el mundo. Además, la proliferación de nuevas drogas sintéticas, como el fentanilo, o la propia pandemia de coronavirus, han transformado las dinámicas del negocio, ahora abordado por la administración de Donald Trump como un problema de terrorismo internacional, o de “narcoterrorismo”.

El caso más paradigmático de esta nueva realidad en la región es el de Ecuador, que se encamina a cerrar el 2025 como el año más violento de su historia, con más de 4600 asesinatos solo en el primer semestre, lo que representa un aumento del 47% respecto del mismo periodo de 2024, año en que ya fue el país más violento del continente. Según el último informe del grupo Crisis, publicado en marzo de este año, Ecuador combina varios factores que lo han permitido consolidarse como punto estratégico para el narcotráfico: unas fuerzas de seguridad mal preparadas, un gran puerto como el de Guayaquil, y una proximidad geográfica a las zonas cocaleras de Colombia, donde se encuentra la materia prima. Costa Rica y Guatemala también han visto aumentar la violencia y la inseguridad, ya que junto a Ecuador pertenecen a la llamada “ruta del Pacífico”, por donde las embarcaciones salen hacia Estados Unidos –que se mantiene estable en la demanda de cocaína, con un mercado saturado–; Europa, donde cada vez se consume más; y nuevos mercados en África, Asia y Oceanía.

Hacia el centro y sur de la región, Bolivia es lo otro gran centro productor de cocaína. La droga se transporta hacia Paraguay, desde donde baja por el río Paraná hasta Argentina, donde los puertos de Rosario y Buenos Aires sirven, también, como puntos de partida hacia Europa. En conversación con el Diari ARA, Christopher Newton, investigador de Insight Crime y experto en la zona sudeste del continente, explica que la pandemia de coronavirus fue un factor importante en la ampliación de puertos desde donde sale la droga: “la caída del comercio internacional, particularmente el cierre del puerto de Santos (São Paulo) provocó una diversificación de las rutas”, dice, “y se empezaron a buscar puertos más pequeños de Brasil, así como de Uruguay y Argentina”.

En cuanto a la naturaleza interna del crimen organizado, “el narco” ya no son más organizaciones jerárquicas que se desmantelan al capturar a los capos, sino que que son redes de proveedores que subcontratan cada etapa del proceso. El investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas de México, Carlos Pérez Ricart, señala al ARA el auge de las drogas sintéticas como una de las causas de este cambio: a pesar de que la cocaína continúa conformando el grueso del negocio, drogas como el fentanilo han comportado lo que él identifica como un proceso de “desterritorialización”, puesto que la producción de estas sustancias ya no está ligada en la tierra, ni las organizaciones a la lógica familiar: “es un negocio muy diferente”, dice, “las organizaciones son más pequeñas, hay más, son más violentas y menos ‘profesionales’ en el uso de la violencia, además de que sus integrantes –que no llegan a consolidar liderazgos largos– son cada vez más jóvenes”. Todos estos factores llevan Pérez Ricart a hablar de “democratización” en la producción de la droga.

A su vez, el informe del grupo Crisis apunta a altos niveles de desigualdad en la pirámide del negocio: arriba, hay pocos actores, que son los que ven las ganancias económicas. Abajo, lidiando con la violencia más cruda y a menudo en contextos de pobreza, se encuentra un grueso de pandillas locales que cobran por su trabajo con más droga y armas, que a su vez usan para amenazar y extorsionar a las comunidades de las cuales forman parte, hecho que gradualmente genera “fronteras urbanas invisibles”, o barrios que son territorio “de” las bandas. Todo ello, con la necesaria complicidad de funcionarios estatales, desde las fuerzas de seguridad, hasta jueces, fiscales y políticos: “no hay crimen organizado sin Estado en América Latina”, concluye Pérez Ricart.

Mientras tanto, Donald Trump renueva su compromiso con la “guerra contra las drogas” que inició Richard Nixon hace más de cincuenta años. Pero el mundo –además de las sustancias y las rutas– ha cambiado, y hoy el presidente de los Estados Unidos opta para clasificar las organizaciones narcotraficantes como “terroristas”, una etiqueta que permite a Washington aplicar el principio de extraterritorialidad, es decir, a actuar más allá de sus fronteras. Lo hemos visto las últimas semanas, con los ataques a embarcaciones venezolanas en aguas internacionales en el mar Caribe, causando la muerte todavía no esclarecida de 15 personas, que tampoco han sido identificadas. “Estamos entrando en territorio desconocido”, dice Pérez Ricart, y advierte del peligroso precedente que suponen estos ataques, no solo por el “desprecio por el derecho” y la “impunidad”, sino por la “lógica hegemónica” que está imponiendo Estados Unidos sobre América Latina: “es una guerra sin frentes”, dice, que “solo ampliará las asimetrías que ya existen entre nosotros”.

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