El pasado junio, el ciudadano canadiense e independentista sij Hardeep Singh Nijjar fue asesinado a tiros frente a un templo de Surrey, en la costa oeste de Canadá. Nijjar era defensor de la creación de Jalistán, un proyecto de país donde ahora se encuentra la provincia india del Punjab, de mayoría étnica sij. El movimiento independentista sij cogió fuerza en la India en los años 80, en una ola violenta que incluyó miles de muertos y el asesinato de la entonces primera ministra Indira Gandhi. Internamente, el movimiento fue derrotado, pero todavía sigue vivo en el exilio, especialmente en Canadá, donde se encuentra la diáspora sij más numerosa. El gobierno de la India había acusado a Nijjar de ser un terrorista pro Jalistán. Semanas después del homicidio, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, anunció en público que había pruebas de que el gobierno indio podía estar involucrado en la muerte de Nijjar.
El presunto asesinato por parte de los servicios secretos indios del ciudadano canadiense Nijjar, en territorio canadiense, ha mostrado de forma cruda que India se asemeja más a aliados incómodos y violentos de Occidente, como Israel o Arabia Saudí, que a ejemplos desoft powercomo Japón o Corea del Sur. En los últimos años, hemos visto cómo se ha blanqueado constantemente a la India –repitiendo el tópico de “la mayor democracia del mundo”, el yoga o Bollywood– para elevarla como la potencia asiática alternativa a China. Pero, si abrimos los libros de historia, la república india nunca ha sido la vibrante democracia que nos han querido vender.
Violencia sin escrúpulos
Desde su independencia, el gobierno indio ha ejercido la violencia y el poder crudo. Durante los años del Partido del Congreso, de la izquierda secular y sovietizada, se vivieron campañas represivas como la ya mencionada guerra contra el nacionalismo sij, o la política de esterilizaciones forzadas y detención de opositores de Indira Gandhi en los 70. La derecha nacionalista hindú del BJP ha fomentado pogromos contra la minoría musulmana y Modi ha creado un sistema de liderazgo religioso al estilo de Netanyahu o los Hermanos Musulmanes. Todavía existen zonas de la India que están totalmente militarizadas y donde han abundado las ejecuciones extrajudiciales, como Cachemira o los territorios de las guerrillas maoístas naxalitas, en el estado de Kerala.
En política exterior, Nueva Delhi tampoco ha dudado en utilizar la fuerza, ya fuera en la anexión militar de Goa de 1961 o interviniendo en países de su esfera de influencia como Bangladesh o Sri Lanka. Menciono todos estos antecedentes no por acusar unilateralmente al gobierno indio, sino por ejemplificar cómo la violencia ha sido inseparable de la historia de la India postindependencia.
En la rivalidad geopolítica con China, muchos esperaban que la India fuera la alternativa ejemplar. Pero Nueva Delhi tiene claro que su modelo y su política exterior son independientes de Occidente. En la guerra de Ucrania, el establishment indio ha tomado partido por la neutralidad y por ser un polo económico alternativo para los rusos. En el caso de una invasión de Taiwán, la India probablemente se mantendría al margen. Si Nueva Delhi tiene tensiones con Pekín es por el conflicto territorial que mantienen en el Himalaya, no por afiliación prooccidental. Cada vez veremos más claro cómo India es un aliado geopolítico incómodo y no la esperanza de una nueva Asia democrática-liberal.