Mi viaje a la China postcovid (1): un país mucho más pesimista

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Edificios iluminados en Qingdao, en la provincia oriental china de Shandong, China.

Este verano he viajado dos semanas a la China, algo que no hacía desde el 2019. El país quedó sellado por la política contra el covid-19 y, para muchos de nosotros, la única manera de saber qué ocurría era a través de los medios de comunicación, amigos chinos o redes sociales. Desde que trabajé como corresponsal en Pekín en 2016 he intentado ir a la China cada año. Me interesa ver qué va cambiando y qué no. También explorar el país a través de nuevas geografías: este verano he viajado por ciudades cercanas al río Yangzi, desde la burbuja occidentalizada de Shanghái hasta la retrofuturista Chongqing. El viaje, sobre todo, me ha servido para ver cómo se ha transformado la China en estos últimos años de pandemia.

Uno de los cambios más chocantes han sido las conversaciones pesimistas sobre la economía. En la China precovid era raro encontrarte chinos negativos en relación con el futuro del país. Pero en el viaje de este verano he hablado con decenas de chinos de edades, trabajos y orígenes diferentes y ninguno de ellos me ha ofrecido una perspectiva positiva sobre la economía china. Recuerdo una sobremesa con un economista que me confesó que, después de años de desmentir relatos alarmistas de los medios occidentales, ahora estaba preocupado en serio. Me mencionó varios factores: problemas de deuda, caída del precio de la vivienda –y, por tanto, caída del poder adquisitivo de muchas familias–, sanciones occidentales, crisis de confianza y gran paro juvenil. Ninguna de las personas con las que hablé creía que habría una crisis económica grave. Más bien, veían difícil que China pudiera volver a los buenos tiempos en los que la economía crecía a niveles más altos y parecía que había oportunidades en todas partes. La sensación no era de catástrofe, sino de pesimismo. El cambio más chocante que me encontré durante el viaje ha sido el ecosistema digital autónomo que China ha construido y que puede resultar extrañísimo para cualquier occidental. Un ejemplo: en las dos semanas que viajé por el país, no tuve que utilizar en ningún momento efectivo o tarjeta de crédito. Todos los pagos se realizaban a través de dos megaapps: WeChat y Alipay. A través de estas aplicaciones también pagas el transporte público, alquilas bicicletas, pagas facturas o reservas hoteles. Si no las tienes, la vida se te complica infinitamente porque muchos negocios o servicios no aceptan otra forma de pago. Esta transición total al mundo digital hace que florezcan muchos negocios –cualquier persona que quiera inspiración en start-ups digitales debería ir a China–, pero al mismo tiempo ha creado una gran barrera tecnológica para los turistas extranjeros. Durante el viaje, además, la aplicación VPN que me descargué para saltarme la censura china (y poder utilizar, por ejemplo, Gmail o X) en ningún momento funcionó. Para muchos chinos puede que no sea un problema: toda app extranjera tiene una alternativa china. Para mí, como occidental, saltar a este mundo digital paralelo y autónomo fue raro, fascinante y, sobre todo, revelador de la dirección hacia dónde va el país.

 

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