Adiós a Isabel II con una ceremonia global
El servicio religioso en la abadía de Westminster ha abierto los últimos actos de una despedida de once días que ha estremecido al mundo
LondresPor fin ha llegado el gran día, el de “el acontecimiento más grande que el mundo verá nunca”, como dijo el domingo un excitadisimo presidente de la Cámara de los Comunes, Lindsay Hoyle. A las once de la mañana ha empezado en Londres el servicio religioso en la abadía de Westminster, con 2.000 asistentes –desde Joe Biden hasta el póquer de reyes españoles–, para despedir a Isabel II. Después de once días de luto por decreto –el oficial todavía se alargará más, hasta el 26 de septiembre–, los actos se cerrarán al atardecer, en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, donde la reina difunta será enterrada junto a su marido y sus padres.
La jornada se ha convertido en una especie de maratón televisivo mundial a cargo de la BBC. Porque todo ha sido diseñado no solo para llegar hasta el último rincón del Reino Unido, sino también de todo el mundo. Los centenares de miles de personas que han salido de buena mañana a las calles más céntricas de Londres, los que esperaban el paso del ataúd en el trayecto desde la capital hasta Windsor y los que también han esperado en el Long Walk del castillo solo han sido actores parciales del show. En la práctica, además de disfrutar de una jornada festiva y social, se han dedicado a esperar estuvieran donde estuvieran.
“Cada día está lleno de instantes que esperan”, escribía Joan Margarit en un bonito poema para digerir la pérdida de un ser querido. Cojo prestado el verso del poeta y cogeré prestado también el imaginario de Luis García Berlanga para explicar que este cronista también ha esperado, como un devoto más, el paso de la comitiva hasta que ha tomado Constitution Hill en dirección al arco de Wellington, superada ya la famosa valla negra del Palacio de Buckingham. Estoy delante, de hecho, cuando escribo esta crónica.
He instalado el portátil encima de una barandilla del Victoria Memorial Garden, el monumento que hay delante con una Victoria alada de bronce encima. Es la improvisada e insuficiente sala de prensa al aire libre –gracias a BBC Weather no llueve– proveída por el gobierno británico. Un gobierno capaz de montar una operación militar de dimensiones descomunales en cinco días –como si tuvieran que volver a desembarcar en Normandía, pero solos, sin los norteamericanos– y a la vez incapaz de proveer a la prensa escrita de un enchufe para conectar los móviles y portátiles.
Desde mi posición, de vez en cuando me giro y veo la inmensidad del palacio a mis espaldas. En silencio, sin duda acostumbrándose a la ausencia de la reina, y también a la presencia de Carlos III, que de momento no vive ahí. Lo he visto salir de Clarence House, muy cerca, en dirección a Westminster Hall. La marabunta ha estallado a aplaudir tímidamente. Quizás porque todavía se quieren aplausos para la coronación, otra espera. Pero esto ya será el próximo año.
“Esperar, nadie lo hace como una calle…”, apuntaba también Joan Margarit. Y esta calle-espacio donde he llegado de buena mañana –en ese momento vacío– es The Mall, la avenida imperial y hoy funeral que va de Buckingham hasta Trafalgar Square. La he recorrido un par de veces mientras la seguridad lo ha permitido.
Visita de inspección para constatar la moral de la tropa que también espera el paso de la reina. Alta o muy alta. También paseada en busca de un enchufe para el móvil. Hasta que, diez minutos más tarde, al lado de Trafalgar, me he encontrado con Mario, un sudafricano que hace más de veinte años que vive en Londres. El hombre se encarga de la instalación y la supervisión de los 350 altavoces con los que el público ha podido seguir, como a través de la radio, el servicio religioso y también una narración de lo que pasaba una vez la ceremonia se había acabado. “Ahora levantan el ataúd del catafalco y los portadores lo volverán a dejar en el carruaje de armas del estado, desde donde iniciará el último viaje hasta Windsor…”.
Y la fiesta, ¿cuánto cuesta?
Amablemente, Mario enchufa mi teléfono y hablamos un rato. Él también espera. Pero más que el paso del ataúd o la comitiva, parece que espere a un compañero de tertulia al que explicarle los grandes secretos de los insiders. “Todos los lavabos portátiles del Reino Unido se han traído hacia Londres. Miles y miles. Aquí hay muchos, pero la gran mayoría están en Hyde Park, donde están las pantallas gigantes. Incluso han traído algunos de Escocia. Y todas las vallas portátiles del Reino Unido, también. Para rodear quince kilómetros cuadrados. Y no solo el perímetro, sino también interiormente todas las calles que se han tenido que cortar”.
La gran revelación que hace Mario, lo que lo eleva de trabajador incansable a valiosa fuente de información, es el comentario sobre el coste de las ceremonias de estos días: todo ello 9.000 millones de libras (más de 10.000 millones de euros), asegura con gestos de veracidad rotunda. Ignoro de dónde saca la cifra, porque hoy por hoy el gobierno no la ha revelado. A Krishan Lathigra, el oficial de comunicaciones del gobierno al frente del campamento donde me encuentro, también le pregunto cuánto cuesta la fiesta mientras se oyen salvas o cañonazos o truenos –o todo a la vez– y una música que se repite pesada como la eternidad de la muerte: “Quizás los próximos días lo sabremos”, asegura.
La espera de la comitiva no solo se ha visto aliviada por la misa y la música, bellísima y también radiada. De vez en cuando, la irrupción de compañías militares que se han desplegado por The Mall, como la Guardia Real –los llamados bearskin–, ha hecho las delicias de la parroquia. El funeral era, sin duda, un gran espectáculo: un show al servicio de la legitimación monárquica, de los juegos de tronos y soldados.
Doce horas de ceremonia
Desde el momento en el que han sacado esta mañana el ataúd del Westminster Hall hasta que lo depositen en la capilla del castillo de Windsor al atardecer habrán pasado no menos de 12 horas. La despedida más larga para el reinado más largo, para el luto más largo y, en algunos casos, agotador. En este caso sí, el mayor espectáculo que se ha visto nunca, al menos en tiempos recientes. Un tiempo, sin embargo, parado, congelado en el Reino Unido, desde el 8 de septiembre.
¿Visto y no visto? ¿Como los americanos de Berlanga y Pepe Isbert? No; no exactamente. Conscientes de que hay que seguir llenando horas de programación, el paso de la marcha del ataúd y los soldados de plomo por The Mall y el Long Walk de Windsor ha sido lo más lento posible dentro de la tradición militar británica. Suficiente para disfrutar del desfile; suficiente para un largo y triste adiós, para un adiós interminable; para un reinado igualmente interminable. La monarquía británica, agotadoramente incansable en su pompa infinita, también ha cogido prestado sin saberlo otro clásico para denominar el periodo de luto. En este caso, el título del reportaje de John Reed sobre la Revolución Rusa: diez días –once, de hecho– que han estremecido al mundo. Windsor, última etapa.