Con la recuperación del cargo de primer ministro por el magnate Andrej Babis, la República Checa se incorpora a la inquietante esfera trumpista y al mismo tiempo putinista de la Unión Europea. Un caballo de Troya que crece y se hace más fuerte. Mira por dónde, Andrej Babis proviene, como el húngaro Viktor Orbán, de la antigua nomenclatura comunista, y puede entenderse perfectamente con el primer ministro eslovaco Robert Fico. Los tres tienen los mismos orígenes y saben que impedir o obstaculizar la ayuda a Ucrania es la mejor manera de conseguir gas ruso, aunque el precio a pagar sea debilitar más y más a la UE.
La llegada de Babis contrasta con la continuidad en el poder, en las elecciones de hace dos semanas, de la presidenta de Moldavia, el europeísta Maya Sandu. Hace pensar que Moldavia, el país más pobre de Europa, no se rinde ante el asedio de Putin: estallido de las redes eléctricas, reducción del 50% del suministro de gas y 2.000 soldados rusos en la región de Transnístria, siempre dispuestos a un asalto. Y que, mientras, Bruselas solo haga llegar a Maia Sandu a promesas de apoyo a la incorporación a la UE.
Mientras Moldavia seguirá tambaleándose con el alma en el corazón, Hungría, Eslovaquia y ahora la República Checa no tendrán que sufrir viendo sobrevolar drones rusos, como lo han sufrido varios estados de la UE en las últimas semanas. ¿Qué pretende Putin? ¿Sólo asustar? ¿Hace una fanfarronada? ¿Qué recorrido se prevé que puede tener esa guerra híbrida? Según Timothy Garton Ash, el Kremlin se dedica a detectar los puntos débiles de Europa, combinando simplicidad estratégica con flexibilidad táctica. El profesor británico no ve al ejército ruso atravesando fronteras europeas.
Para otros analistas, lo que interesa a Putin es observar y medir el grado de compromiso que mantienen entre ellos los miembros de la OTAN. Y también generar miedo por utilizarlo en beneficio propio. Más que un análisis, la visión del disidente ruso exiliado Garri Kaspárov es toda una predicción cuando dice que Putin está probando Europa y que antes de fin de año pondrá en marcha una invasión terrestre. Palabras inquietantes que conectan con las de la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, al afirmar que Europa vive la situación más difícil y peligrosa desde la Segunda Guerra Mundial. O con el líder político y filósofo francés Raphaël Glucksmann, cuando se pregunta si es necesario que la aviación rusa arrase a Varsovia para que Europa reaccione.
Y Europa, impotente mientras el mando de la OTAN esté en manos de Trump y crezca en su interior el caballo de Troya de sus enemigos, no sabe muy bien qué decir ni qué hacer. Unos 210.000 millones de euros de activos rusos siguen congelados, pero Bruselas no da el paso de requisarlos y transformarlos en ayuda a Ucrania. La reacción rusa da miedo: el Kremlin ha anunciado que respondería requisando todos los activos de la UE que tuviera a mano.
Con todo, se mantienen algunas iniciativas europeas esperanzadoras, como pasar por encima de las instituciones de Bruselas y convocar, en momentos clave, la Coalición de Voluntarios –con alma en París y Londres– para esquivar los vetos de Hungría, de Eslovaquia y de Eslovaquia. Pero sortear vetos no va más allá de ser una intención. Es como si Europa hubiera despertado muy lentamente y aún no hubiera abierto los ojos. Y la pregunta sería: ¿qué debe ocurrir para que la UE –la Comisión y también el Parlamento– decida finalmente dejar sin capacidad de decisión, de voto, Orbán, Fico y Babis? La UE se juega el alma, y quizás también la vida. Siempre sería mejor un sobresalto que querer cronificar un conflicto que tiene un desenlace sabido.