¿Una insurrección contra Vladímir Putin?

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El entorno al Kremlin nevado, este lunes

¿Es posible una conspiración para derrocar a Putin? La pregunta planea sobre los análisis y reflexiones, y se ha convertido en constante y recurrente. Porque –no hay que engañarse–, la pregunta es hija de la necesidad y de los temores. También de los míos, claro. Y, por lo tanto, digo por adelantado que el artículo que están leyendo añade interrogantes más que dar respuestas. Se habla del malestar de los oligarcas y de si podría haber algún movimiento en el ejército. Y también qué podría pasar en la calle. Pues Andrei Grachov, el último portavoz del presidente Mijaíl Gorbachov, confía en que llegará un “despertar” de la sociedad rusa que agrietará el régimen de Putin. Grachov pide paciencia. A los oligarcas, se los mira con escepticismo, no se los imagina conspirando porque deben su poder a Putin y, por lo tanto, son piezas esenciales de la estructura del régimen.

¿Que qué pienso de la opinión de mi admirado Andrei Grachov? Que también veo lejano un “despertar”, una insurrección cívica. La agresión a Ucrania y la imposición de un virtual estado de excepción en la sociedad rusa puede acelerar la carrera opositora –tanto cuantitativamente como cualitativamente—, pero no hay indicios de ningún zarandeo potente a medio plazo. En cambio, hablando de los oligarcas, yo no sería tan escéptico como Grachov. Putin se sacó de encima a Berezovski y Gusinski –oligarcas que le habían exigido influencia política– y pactó un modus vivendi con todos los otros, garantizándoles negocios, pero lejos de las esferas de decisión. La cohabitación ha funcionado hasta ahora mismo, con los oligarcas contemplando estremecidos cómo la guerra provoca la gran bajada de la economía rusa.

¿Habrá elecciones en 2024?

¿Hasta dónde llegará el apoyo incondicional de los potentados rusos al dueño del Kremlin? La misma pregunta –remarcando la palabra incondicional– se podría plantear en la calle al electorado de Putin: del 76% de ciudadanos que lo votaron en 2018, ¿cuántos volverían a hacerlo si la crisis se zampa la frágil prosperidad, temiendo a la vez que el líder haya enloquecido y pueda provocar una catástrofe? Hay que plantearse también qué haría Putin si detectara que el apoyo electoral se evapora y se aboca a la derrota: ¿estaría tentado a cancelar la convocatoria de las presidenciales de 2024? ¿Y que podría pasar dentro del núcleo duro del régimen, donde tres de cada cuatro ejecutivos políticos, económicos y administrativos provienen de la KGB? ¿Se quedarían todos abducidos por la incondicionalidad al líder o alguien provocaría movimientos en el tablero del poder?

¿Y el ejército? Justo cuando llegó al Kremlin en 2000, Putin se esforzó por atraer a los mandos militares y en parte lo consiguió dándoles un papel destacado en la supervisión de la guerra contra los talibanes de 2001, en la que algunas de las bases rusas en Asia Central se pusieron a disposición de Estados Unidos. Era la llamada “gendarmería compartida”. Ahora es un ataque a Ucrania, considerada parte de la vida rusa.

De Kérenski a Yelstin

¿Podrían ir emergiendo resentimientos, miedos, temores, inquietudes, decepciones y hostilidades hasta confluir e incubar una conspiración? ¿Con qué ritmo? Difícil de hacer profecías. Lo que no debemos perder de vista es que en la Rusia del siglo XX, tanto durante el estallido revolucionario de 1917 como una vez establecida la URSS, los relevos de los liderazgos –sería impropio hablar de alternancia– siempre han sido el resultado de conspiraciones y golpes de estado, enmascarados o declarados. Empezando por el de Lenin derrocando al primer ministro del gobierno provisional, Kérenski, y continuando por el confinamiento de Lenin mismo, ya enfermo, ordenado por Stalin, hasta el golpe del politburó secuestrando a Gorbachov.

Sin pasar por alto secuencias como la destitución de Jrushchov acordada por el Comité Central mientras el líder estaba de vacaciones y tratándolo casi como un rehén hasta que murió al cabo de siete años. Putin erosionó el poder de Yeltsin desde dentro de la KGB y, una vez consiguió ser designado sucesor, lo sacó del Kremlin antes de tiempo –el 31 de diciembre de 1999– y a empujones como aquel que dice. La historia rusa y soviética es un constante presagio y un constante aviso. Todas las posibilidades están abiertas.

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