Líbano, medio siglo después: la herida que no se cierra
Las tensiones entre Israel y Hezbolá, reavivadas tras el último conflicto entre octubre de 2023 y noviembre de 2024, hacen que el fantasma de la guerra esté más presente que nunca en Beirut


BeirutCincuenta años después, la línea verde sigue viva. Invisible, pero letal, esta frontera imaginaria partió en dos Beirut durante quince años de guerra civil: en el oeste, los barrios musulmanes y palestinos; al este, los cristianos. Un rango de muerte que no sólo dividió la ciudad, sino el alma de todo un país.
El espejismo de la Suiza de Oriente Medio se evaporó el 13 de abril de 1975, cuando una explosión sacudió los cimientos del Líbano. Aquel domingo, el ataque a un autobús palestino en Ain al Rammaneh dejó 27 muertos. Horas antes, frente a una iglesia cercana, hombres armados habían abierto fuego. La guerra civil era ya una realidad.
A lo largo de quince años el país quedó atrapado en una maraña de lealtades cambiantes, señores de la guerra y alianzas que mutaban al ritmo de los intereses. Musulmanes, cristianos y drusos se enfrentaron entre sí, mientras las potencias extranjeras convertían el territorio libanés en un tablero de ajedrez. En 1982 Israel invadió Beirut para expulsar a Yasser Arafat y la OLP. La resistencia palestina fue reemplazada por una nueva fuerza: Hezbollah, fundada con apoyo iraní ese mismo año para combatir la ocupación israelí. Siria también intervino, y sus tropas —como las de Israel— se quedaron en tierra libanesa hasta bien entrado el nuevo milenio.
El fin formal del conflicto llegó en 1990, con el Acuerdo de Taif, facilitado por Arabia Saudí. El pacto instauró un nuevo reparto del poder entre las sectas religiosas, pero su coste había sido devastador: 150.000 muertos, decenas de miles de desaparecidos y una capital aún perforada por las balas. Una amnistía general dejó a las víctimas sin justicia y el país inmerso en una amnesia voluntaria para poder avanzar.
La guerra, aún latente, reaparece ahora en forma de grietas. Muchos temen que vuelva. Las tensiones entre Israel y Hezbolá, reavivadas tras el último conflicto entre octubre de 2023 y noviembre de 2024, hacen que el fantasma de la guerra vuelva a recorrer Beirut. "Hoy las condiciones son incluso más propicias para una nueva guerra civil que en 1975", afirma Husein, de 25 años, residente del barrio musulmán de Shiyyah, en Beirut. "Lo vimos en Tayouné y volvimos a verlo durante esta guerra", sentencia.
Se refiere al 14 de octubre del 2021, cuando estallaron enfrentamientos en Tayouné: partidarios de Amal y Hezbollah protestaban ante el Palacio de Justicia contra la investigación de la explosión del puerto en el 2020. La manifestación derivó en una batalla campal con residentes . Siete muertos y casi treinta heridos confirmaron lo evidente: la fractura sigue presente.
Una memoria omnipresente
Para Hasan, de 35 años, del sur libanés, la guerra civil tiene una única cara: Israel. Sus padres se casaron bajo los bombardeos, y ese recuerdo se convirtió en el punto de partida de la memoria familiar. Abdallah, suní del barrio de Hamra, creció oyendo hablar de la ocupación siria, no de conflictos sectarios. "Si vienes de una familia cercana a Rafik Hariri [exprimer ministro del Líbano], rara vez te educan en un lenguaje sectario", asegura.
En los barrios cristianos de Ashrafiyeh, el relato adquiere otro matiz. Jonny, de treinta años, celebró con champán la entrada de los islamistas sirios en Damasco el 8 de diciembre. Para él, la caída del régimen de Al Asad es el inicio de un nuevo capítulo en la historia de Líbano. Como tantos otros de su generación, nacidos tras el Acuerdo de Taif, no vivió la guerra, pero arrastra su recuerdo: en las historias familiares, en las calles perforadas, en los silencios heredados.
Las heridas no se limitan a los recuerdos. El paisaje urbano es testigo de la guerra. La migración interna forzada transformó barrios enteros. Las comunidades chiítas que huían del sur colonizaron los suburbios del sur de Beirut; los cristianos se reagruparon en zonas homogéneas. Cada rincón del país se halló una cápsula de memoria, un vestigio de antiguos frentes.
Hoy la cuestión que polariza el país es el desarme de Hezbollah. Tras la negativa a entregar las armas al final de la guerra civil, el grupo se consolidó como un Estado en el Estado. La reciente guerra con Israel le ha dejado gravemente debilitado: miles de combatientes muertos, líderes asesinados, gran parte de su arsenal destruido. El debate sobre el desarme de la milicia ha ganado fuerza y divide a las autoridades libanesas.
Pero más allá de las armas y las fronteras, lo que realmente amenaza al Líbano es la imposibilidad de reconciliarse consigo mismo. Sin memoria común, sin justicia ni reparación, el país anda por la cuerda floja de la estabilidad. Medio siglo después, la línea verde no ha desaparecido: simplemente ha mutado. Está en las miradas, en las narrativas enfrentadas, en las calles que aún separan más de lo que unen. Y en esta frontera invisible, Líbano sigue debatiéndose entre la memoria y el olvido.