La muerte de Gorbachov

¿Por qué la muerte de Gorbachov explica la Rusia de Putin?

Su llegada, y sobre todo su caída, ha marcado la historia reciente de un Kremlin resentido

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Mikhail Gorbachev, en una fotografía de archivo

La muerte de Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, el último presidente de la Unión Soviética y uno de los grandes nombres del siglo XX, ha removido la memoria de todo un país, Rusia, que precisamente vive –y sufre– un periodo de tiempos convulsos, inciertos y, probablemente, transformadores. Curiosamente, el adiós del exmandatario de la URSS llega en uno de los momentos más cruciales del mandato de Vladímir Putin, que, considerando la caída de la Unión Soviética como "la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX", inició una guerra catastrófica en Ucrania para, en parte, recuperar la honra global que, según el presidente ruso, su país perdió ahora hace 30 años. En medio de este contexto, pues, ¿qué supone la muerte de Gorbachov? ¿Y qué supuso su figura para la Rusia de hoy?

El misticismo ruso

En primer lugar, el adiós de Gorbachov hace pensar lo que no pocos rusos comparten: que hay vertientes de la política rusa que ponen el misticismo por delante del sentido de realidad y acaban creyendo en la reencarnación política. Andréi Gratov, último portavoz de la URSS, me explicó el verano del 1998 –no sin ironía– que Stalin era una pulsión maligna de la vida rusa que estaba a punto de reencarnarse. Y, efectivamente, al cabo de pocas semanas, el kagebista Vladímir Putin se subía a la ola del poder dispuesto a quedarse.

¿Qué tiene que ver este misticismo con un laico como Gorbachov? Pues que no pocos lo han visto como la reencarnación de Aleksándr Kérenski, el primer ministro del gobierno provisional que obligó a abdicar al zar Nicolás II, y que después sería derribado por el golpe de estado bolchevique de Lenin. Gorbachov llegó para democratizar la URSS y se encontró con el Partido Comunista con las espadas en alto, que acabarían derribándolo en agosto del 1991. Aparentemente, el líder ultraliberal Boris Yelstin salió a la calle para salvarlo, pero lo que hizo fue rematar la muerte política del presidente soviético.

Un régimen que no se doblaba

¿Gorbachov podría haber hecho algo para salvarse? El ideólogo franquista Gonzalo Fernández de Mora formula una idea interesante. Cuando un régimen dictatorial entra en una fase de crisis aguda se le presentan cuatro opciones: el inmovilismo, resistir a base de represión y muertos; la continuidad, digamos perfectible, haciendo algunos cambios formales y cosméticos; la reforma, abriendo las urnas, y finalmente la ruptura, si ninguna de las tres anteriores estrategias ha resultado exitosa. Gorbachov heredó la continuidad y la quiso transformar en reforma sin tener en cuenta los apoyos internos. Y el proceso derivó en ruptura. La URSS era un régimen llamado “hiperestable”. No se doblaba, no tenía ninguna flexibilidad. Su destino era romperse.

Cuando la incontinencia verbal lo llevó a proclamar que el Partido era "como un perro rabioso”, Gorbachov ya había perdido. Su jefe de la KGB, Vladímir Kriuchkov, había sido el hombre clave de la embajada soviética en Budapest en 1956, cuando los tanques rusos entraron a sangre y fuego para aplastar la revuelta democrática. Kriuchkov prosperó, y en abril del 1989 Gorbachov detectó que era el hombre que había ordenado la represión brutal contra los nacionalistas de Georgia con decenas de muertos. Y Gorbachov se privó de encararse con Kriuchkov, ambos rodeados de dirigentes. “¡Ah! Has sido tú. Tenías que ser tú. Lo has vuelto a hacer como en Hungría”. Y Kriuchkov formó parte de la junta del golpe de estado del 1991.

Los nuevos pensamientos, perseguidos

Un régimen así de carcomido por el totalitarismo y la delincuencia mafiosa surgida de las primeras leyes de tímida libertad económica no tenía ninguna salida pacífica, y el hombre de máxima confianza de Gorbachov, el jefe de política de politburó Aleksandr Yákovlev, antes del golpe ya apostaba por el hundimiento del régimen. En una entrevista del 1993 me leyó un fragmento de su diario: “Lucifer es Lucifer, y su pata diabólica todavía aplasta y destruye todos los brotes de nuevos pensamientos”. Y a continuación, mirándome a los ojos, me soltó: “¿Cómo es que nos desprecian tanto los occidentales?"

¿Por qué? Pues porque para los sectores económicos occidentales más fundamentalistas y extractivos, la idea de la revancha, de la rendición incondicional, les parecía más rentable que no un Plan Marshall para Rusia de remedios keynesianos que Gorbachov veía como la última posibilidad de salvación. Más de 40 millones de personas empujadas al umbral de la pobreza; 100 millones en precario; una inflación del 2500%; contracción de un 70% del PIB. Y según la ONU, en un informe del 1999, casi diez millones de rusos muertos de desnutrición, alcoholismo, hábitos autodestructivos. Todo un escarmiento delirante por haber sido imperio comunista. 

No le gustaba Putin

Ya fuera del Kremlin, Mijaíl Gorbachov intentó en dos coyunturas presentarse a las elecciones con un programa claramente socialdemócrata al estilo escandinavo. Muy pocos entendieron la propuesta. Los últimos años, Mijaíl Serguéyevich Gorbachov se dedicó a su fundación, el único espacio de Moscú donde la libertad de pensamiento y de expresión era total. Ni el propio Putin osó impedir ningún acto ni conferencia.

A Gorbachov no le gustaba Putin, pero sabía que formaba parte de la maldición histórica siempre inoculada al reformismo: la reforma fracasa, los que la hacen fracasar intensifican las desigualdades sociales, hasta que llega un redentor que promete una modernización autoritaria –la propuesta de Lenin, la propuesta de Putin— que acaba siendo autoritarismo sin modernización. Gorbachov fue a la vez protagonista, testigo y víctima.

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