Cuando la ultraderecha se instala, también lo hace el racismo desacomplejado. En la arenga dominical de la enésima manifestación antiamnistía, Feijóo ha dicho que era una "humillación insoportable" la elección "de un salvadoreño experto en guerrillas". Horas antes, la caverna había atacado con la misma idea: "Un salvadoreño será el árbitro de las cesiones del PSOE a Junts" (Abc). El señor, oh asombro, resulta que tiene un nombre. Se llama Francisco Galindo y lo de experto en guerrilla está pensado para hacer visualizar en el destinatario la figura bigotuda de un hombre escondido entre palmeras y traje de camuflaje. No es el caso: resulta que el hombre ha sido embajador de su país en Colombia. Y uno ya comprende que, al no ser alguien conocido, es necesario describirlo. Ahora, si en el titular se ha optado por subrayar que es “un salvadoreño” en vez de decir que es “un diplomático”, hemos abandonado el terreno del periodismo para entrar en el fértil abono de los prejuicios xenófobos. ¿Un salvadoreño decidiendo el futuro de España? ¡Bah, si los civilizamos nosotros! Esta visión colonialista es la que exuda con el sintagma en apariencia inocente de un salvadoreño, cuando basta con reducir a la persona a su nacionalidad.
Porque, no nos engañemos, la mayoría de la gente de a pie seguramente no podía decir, hasta anteayer, quién era el ministro europeo de Justicia. Y, en cambio, cuando esos mismos diarios le veían como esperanza para hacer descarrilar la amnistía, en modo alguno habrían titulado con “un belga”. La mayoría de códigos deontológicos explican que el origen de una persona sólo debe detallarse si aporta información relevante, ya que, en caso contrario, se pueden derivar categorizaciones estigmatizadoras. Para determinados medios, el precepto ha pasado a mejor vida y, si están en juego las esencias patrias, encuentran legítimo mirar por encima del hombro a alguien tan sólo por su origen.