El ego de García Ferreras en medio de la gran tensión

Un grupo de personas lanza barro hacia el rey Felipe VI de España durante su visita a Paiporta, cerca de Valencia.
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La visita de las autoridades a Paiporta provocó un estallido de ira entre el grupo de gente que esperaba a la comitiva. Los reyes de España, Pedro Sánchez y Carlos Mazón fueron recibidos con insultos y gritos de "¡asesinos!, ¡asesinos!", les lanzaron barro y objetos y atacaron sus coches oficiales. La Sexta lo cubría en directo y, pese a la mala calidad de las imágenes, los hechos se identificaban con la suficiente claridad. Cuando llevábamos un cuarto de hora viendo esas escenas de violencia y caos narrados por la presentadora del programa especial, conectaban en directo con Antonio García Ferreras a través de una videollamada, como si fuera una urgencia. El director de informativos y editorial de la cadena consideraba que eso requería su presencia. Muchas estrellas mediáticas piensan que son imprescindibles, como si sus colegas no pudieran asumir su trabajo. En un primer momento, la presentadora se dedicaba a entrevistar a García Ferreras para que especulara sobre los hechos, como si él tuviera la verdad absoluta: “¿Tú crees que si el rey y la reina hubieran ido sin Mazón y Pedro Sánchez esto habría pasado?” El relato consistía en proteger a la Corona. García Ferreras iniciaba un discurso promonárquico: “Los reyes han recibido el daño colateral de los otros mandatarios”, “El rey ha estado a la altura de lo que representa” y destacaba su “tremenda valentía”. Cuando García Ferreras irrumpía desde su casa, las imágenes ya no estaban en directo sino en diferido. Las ponían en bucle. Durante más de una hora, el director de La Sexta las editorializaba con un discurso demagógico que justificaba la violencia e incluso la edulcoraba: “Hoy hemos asistido a la indignación del barro y la desesperanza”, repetía. Construía un relato lleno de emocionalidad populista, con retórica vacía. Valoraba los hechos con una suficiencia descarada, rellenando de adjetivos su incesante verborrea. Eternizaba el conflicto repitiendo las imágenes, creando sensación de directo, recreándose en los elogios al monarca por haberse detenido a hablar con la gente. En el informativo de las dos, García Ferreras seguía como narrador de las imágenes, con su relato subjetivo, convencido de que esas escenas solo tenía que gestionarlas él. Su discurso reiterativo iba incrementando la intensidad emocional, como si fuera un mitin apasionado. Más que contar, Ferreras trataba a toda costa de atribuir un nuevo significado a lo que veíamos.

García Ferreras convirtió un estallido de ira en una dramaturgia hiperatrofiada. Con sus palabras encendía y polarizaba más el contexto. Embriagado de poder televisivo, aleccionaba y especulaba y ejercía de justiciero. Este exceso de ego lleva a determinados personajes del periodismo a creer que son los gestores de la realidad. Y esto desemboca en dos consecuencias: la clara distorsión de los hechos –de los que aún hay que aclarar aspectos relevantes– y la sospecha de que, detrás de esa exagerada necesidad de control sobre la interpretación de los hechos, se esconden intereses concretos.

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