La escena debió de ser impagable: Henry Kissinger atendió varias veces a lo largo de los últimos siete años al periodista David E. Sanger, del New York Times, pero no aparecía ningún artículo con el contenido de esas conversaciones. El estratega, claro, debió de olerlo: “No estarás escribiendo uno de esos artículos que aparecerán cuando ya no pueda discutir su enfoque, ¿verdad?”. El reportero, de hecho, había heredado un trabajo previo de un camarada sede del rotativo, que ya había dejado en la nevera –como solemos decir en jerga– una extensa pieza pensada por si ese alfil amigo de tantos dictadores moría pocos minutos antes de un cierre. Pero Kissinger, para desesperación de sus múltiples enemigos, había ido cumpliendo años más allá de los noventa y su enterrador periodístico, en cambio, había traspasado en el 2010. La idea del periodista que lleva la guadaña bajo la gabardina es suficientemente literaria. Y el baile de cortesías mutuas es fascinante, porque cierta cortesía obliga a no ser demasiado explícito a la hora de hacer saber al entrevistado que esa será una conversación que no leerá. De la misma forma que no podrá saber si todos los filtros rosados con los que habrá contado su historia –a los demás y probablemente a sí mismo– serán los que dominen o aparecerán ángulos y focos más incómodos.
Sanger, por cierto, fue suficientemente pícaro a la hora de decir que efectivamente estaba avanzando su obituario sin tener que recordarle demasiado explícitamente la cuestión de su mortalidad, estadísticamente cercana. Sabedor de su capacidad de mover los hilos desde la sombra, probablemente también desde el más allá, a la pregunta de si aquél era efectivamente un artículo que él ya no podría discutir, el otro le soltó con elegancia: “ Seguro que encontrará la forma de hacerlo, señor Kissinger”.