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El pasado domingo, el diario me envió al cuartel que Puigdemont ha tenido en Argelers por sus actos de campaña en el exilio. Viví allí la derrota electoral del independentismo, después de siete años de ir cediendo en la resistencia y depredando los ideales hasta unos extremos infumables por sus votantes. De un día para otro, los mismos que habían animado a la gente a luchar la animaron a someterse, y así han pasado en los últimos años, entre el delirio y la agonía.

Dormí en un hotel junto a la playa de Argelès. Al día siguiente por la mañana, pisé la arena que en 1939 era un campo de concentración para los republicanos exiliados. Supongo que Puigdemont eligió Argelers por eso. Hace temblar con sólo pensar en el frío de esta playa en invierno. Hoy el ambiente es lamentable por motivos muy diferentes: a primera hora, Argelers huele a basura y está lleno de jubilados en hoteles y autocaravanas, viejos y sólo viejos que madrugan y hacen gimnasia en la playa, se bañan, corren, pedalean y realizan flexiones y estiramientos para alargar un poco la vida.

Con la noche electoral todavía fresca, volví a pensar en el sentimentalismo. El sentimentalismo es lo contrario del arraigo. De hecho, es la antipolítica, porque la democracia es un invento racional. La jugada del presidente español al principio de la campaña amenazante con retirarse funcionó. Me recuerda cuando Felipe González se hizo entrevistar por televisión antes del referéndum de la OTAN para pedir el sí. La misma cara de buen chico, el mismo girarse contra sus votantes que los políticos del Proceso, el mismo chantaje… Y la misma estupefacción mía cuando mi tía dijo, al día siguiente: “Pues, a mí, m' ha convencido”.

También veremos un día a Pedro Sánchez en su yate. Esa tía mía que votó sí a la OTAN, décadas después acudió a todas las manifestaciones independentistas, y el domingo votó a un partido procesista. Otro pariente mío que iba a las manifestaciones el domingo votó al PP. Según mi teoría, del sentimentalismo catalán vienen la aversión que Josep Pla tenía al sentimiento, las peleas a muerte entre independentistas y el mismo campo de Argelès. La frivolidad que los políticos aprovechan y promocionan se les da la vuelta en contra: el mismo viento se lleva a los votantes. Entonces no pueden creérselo, y se vuelven personajes agrios y postizos.

En el sentimiento no existe diferencia entre los nacionalismos ibéricos. El españolista puede permitirse el sentimentalismo porque al final tiene un ejército. Al catalanista ahora vuelve a pasarle factura, no debería venirle de nuevo.

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