Con la implantación de la jornada intensiva, hace ya más de una década, desaparecieron los comedores de muchos institutos, en especial en los públicos, no tanto en los concertados. La consecuencia más inmediata y palpable ha sido que muchos niños y niñas a partir de los 12 años han dejado de comer en condiciones, sobre todo los adolescentes de entornos más vulnerables, es decir, aquellos que no tienen un adecuado apoyo familiar en casa. Con una tasa de pobreza infantil que supera el 30%, no parece que ésta sea una buena opción. Al volver de la escuela, muchos adolescentes no se encuentran ni un plato en la mesa ni ningún adulto en el hogar. De hecho, el alumnado que tiene una beca comedor en primaria, cuando pasa en secundaria, a pesar de seguir teniendo derecho a ello, este derecho no puede hacerse efectivo al haber desaparecido la mayoría de comedores escolares.
Y todavía hay un problema añadido: en el caso de los que sí tienen bien resuelta la comida en casa, el hecho de que las clases a menudo se alarguen hasta las 14.00 o las 15.00 horas ha comportado unos horarios de comida poco o nada recomendables. Si a esto le sumamos la pérdida de sociabilidad formativa que supone el almuerzo en un entorno escolar, donde se adquieren unos hábitos formales, relacionales y nutricionales, el balance es claramente negativo. De hecho, los niños y niñas pasan de unas escuelas de educación primaria donde en los últimos años se ha hecho un esfuerzo por ir hacia una alimentación saludable con más fruta y verdura, más legumbres y menos carne roja –aunque demasiado a menudo con caterings en lugar de cocina propia–, en unos institutos donde a lo sumo hay máquinas expendedoras con ultraprocesados o snacks. El contraste es muy fuerte. El trabajo realizado en primaria queda interrumpido de golpe. Y la paradoja es aún mayor si tenemos en cuenta la insistencia en la cocina mediterránea saludable y de proximidad como uno de los rasgos distintivos de la cultura del país. Los adultos del futuro habrán vivido la mitad de su infancia y toda su adolescencia alejados de una cocina saludable, equilibrada y regular.
Recuperar los comedores escolares no es sencillo, pero sería una medida socialmente muy razonable, tanto en términos de salud como educativos, teniendo en cuenta tanto la labor de una formación informal en los comedores como el posterior ocio colectivo asociado a ellos, sobre todo si hubiera algún tipo de continuidad lectiva por las tardes. En realidad, cada vez son más las voces que apuestan por volver a la jornada partida, de modo que toda la labor académica de los alumnos no se concentre por la mañana, especialmente en las primeras horas, que por razones cronobiológicas no son las mejores en términos de atención de los chicos y chicas. De hecho, Cataluña se ha quedado bastante sola, a nivel europeo, con la jornada intensiva, que hoy ya es una anomalía en el continente. Hay estudios que remarcan que los alumnos que realizan jornada continuada, aparte de comer peor –y sufrir mayor riesgo de obesidad, sobrepeso y diabetes–, duermen menos, miran más pantallas y tienen un peor rendimiento académico. Así pues, es necesario plantearse seriamente el regreso de los comedores, como ya pidió la Sindicatura de Greuges, y el fin de la jornada intensiva de los alumnos.