Amor y pimienta

"¿Te puedo dar un beso?" "Creo que es una mala idea"

Hace demasiado tiempo que ha dejado de echar de menos a Noemí. Mucho antes de que decidieran tener un hijo o que un beso torpedeara la relación

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'Duda'.

–¿Puedo darte un beso?

–Creo que es una mala idea.

Cinco segundos después están pegados uno contra la otra, perpetrando el peligro y la hazaña, en un rincón oscuro del bar donde se han encontrado menos fortuitamente de lo que parece. Pasado el embate, el rincón tampoco es tan oscuro y el deseo se esfuma como un alma sin pena. Es él quien cree que no era una buena idea, pero después, pasadas las horas, tratará de convencerse de que era inevitable, que un resbalón lo puede tener todo el mundo, que simplemente tenía que pasar. Que los besos con duda siempre saben mejor y que en el momento que pasa la culpa no existe. No piensa tampoco en la resaca que se le agarrará como una garrapata en la piel durante días.

Noemí le huele el miedo, pero él no tiene ánimo para disimular. Quizás es que el tiempo de descuento ya ha caducado. O quizás es que, en el fondo, ya tenía la intención de dinamitarlo todo. En todo caso, se arrepiente de haber quemado el cartucho con una pólvora defectuosa y húmeda que no ha provocado ningún tipo de fuego de artificio en la alternativa. Se ha jugado todo a una mala carta. Porque Marta trabaja con Noemí. Se conocen. Con él habían coincidido un par de veces. Se habían visto y después se habían mirado. Había conexión e intención pese a la pareja, a pesar de la vida montada. Pese a los niños pequeños y al perro. Demasiados cimientos estructurales para que la partida fuera de azúcar.

No sabe por qué lo ha hecho. Tampoco sabe si se arrepiente de verdad. Hace tiempo que la relación con Noemí está en un punto muerto de difícil regreso. Él se parapeta tras el proceso del embarazo que les ha desgastado hasta la última gota. Quizá ella también, pero nunca se lo han dicho. Todas las pruebas, todos los in vitro, las inyecciones, la hormonación, los nervios, el mal humor, la frustración, la sensación de desgaste. Todas las veces que ha sido que no. La obsesión de ella por practicar sexo solamente cuando estaba ovulando. Después a todas horas, a la desesperada y con una furia desmedida. A él al principio le hacía gracia; después se acabó cansando. De la urgencia, de la mecánica, de la presión, de sentirse culpable, de la desconexión con Noemí desde hacía tanto tiempo. Incluso antes de que tener un hijo se convirtiera en el único objetivo.

El amor ha quedado diluido en medio de palabras como punción folicular, gametos, cultivo, transferencia, congelación o un aséptico "esta vez no ha podido ser; descanse y después podemos volver a intentarlo".

Cuando él le ha confesado el beso y la duda, ella le ha ordenado que se fuera de casa. Cuando le ha dicho que estaba con Marta, madre fecunda de dos criaturas de quien habla a todas horas en el trabajo, poniéndose como ejemplo de maternidad sin fisuras, ella le ha llamado que no quería verle nunca más. Le han bastado dos frases para echarle de casa, de su vida y liquidar una relación de más de quince años. Sin tregua, sin compasión. Sin posibilidad de regreso.

Le explica todo esto a un colega sentado en el mismo bar donde se encontró a Marta hace dos semanas y donde decidió hacerlo explotar todo por los aires. Escucha sus propias palabras dichas en voz alta y él mismo siente asco y pena, pero también piensa en lo inevitable.

La excusa que le sale de la boca como si fuera un exabrupto en el mismo momento en que le devuelven los ojos en blanco del amigo que son espejo. La vergüenza se amplifica, pero es incapaz de sentirse culpable y únicamente puede pensar que ahora se siente aliviado.

Hace demasiado tiempo que ha dejado de añorar a Noemí. Mucho antes de que decidieran tener un hijo o que un beso torpedeara la relación. Quizás, al fin y al cabo, no fue tan mala idea...

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