Si en Cataluña se había vivido una especie de aceleración de la historia con el Proceso, la Europa de los últimos cinco años también comparte esa sensación. La pandemia, primero, y la invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin, segundo, han cambiado la forma de pensar de los europeos, tal y como ponen de manifiesto los últimos Eurobarómetros. De ser una sociedad confiada y pacifista, hemos pasado a tener una creciente preocupación por la defensa, pero también por los efectos de la inmigración o el cambio climático. La experiencia de la presidencia Trump (2016-2020) pasa también factura y los europeos ya no confían tanto en los estadounidenses para sacarles las castañas del fuego. Todo ello hace crecer pulsiones en apariencia contradictorias. Por un lado, crece el apoyo a la OTAN ya una mayor integración europea para ganar en autonomía estratégica, pero por otra es muy visible un repliegue nacional y una cada vez mayor oposición a la llegada de inmigrantes de países del Tercero Mundo.
Lo cierto es que nada volverá a ser igual después de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Es una guerra como las de antes, con líneas de frente y armamento pesado, donde buena parte del material militar lo estamos suministrando a los europeos para parar los pies a Putin. Los países del Este, pero también cada vez más el resto, son muy conscientes de lo que supondría dejar caer a Ucrania, lo que ha hecho crecer la conciencia de que Europa necesita también ser una potencia militar si quiere tener alguna relevancia en el tablero internacional y no ser objeto de chantaje y extorsión por autócratas como Putin.
De alguna manera, la amenaza que suponen tanto Rusia como China ha despertado a Europa de su sueño post Segunda Guerra Mundial y le obliga a tomar decisiones importantes. De ahí que sean tan importantes las elecciones del próximo 9 de junio, donde en función de las mayorías que se dibujen en el Parlamento Europeo tendrán más fuerza unas tesis u otras. En este sentido, la mayor amenaza es el crecimiento de la extrema derecha, que puede frenar la aplicación de la llamada Agenda 2030, retrasar los planes para implantar energías renovables o poner bastones en las ruedas a los avances de la lucha feminista , por ejemplo.
Es evidente, sin embargo, que la mejor manera de enfrentar todos estos desafíos será siempre más Europa y no menos. Desde Catalunya se ve claramente cómo son los viejos estados nación los que ponen más obstáculos a la integración europea, temerosos de perder sus cuotas de soberanía, mientras que las regiones aspiran a tener una interlocución más directa con Bruselas y buscan sinergias por crear prosperidad. Después del 9 de junio, la Unión Europea debe dar un paso adelante para ser un actor internacional de primer orden, vencer las resistencias de los estados y nacionalismos de corto vuelo, y construir una Unión que sea verdaderamente operativa.