La opinión pública y el pulso ciudadano están dando un giro rápido ante el fenómeno turístico. En Baleares, en Barcelona, en el conjunto de Cataluña. Lo que hace apenas unos años era una reivindicación de minorías a menudo ligadas al ecologismo y el anticapitalismo, ahora se ha convertido en un clamor cada vez más general y transversal. Hemos sobrepasado el umbral a partir del cual los beneficios económicos quizás no compensan los inconvenientes para el modus vivendi de una mayoría de la población. Son muchos quienes ven que en su vida cotidiana el turismo les genera más perjuicios que beneficios: de movilidad, de acceso a la vivienda, de inseguridad, de suciedad, de encarecimiento de la vida, de ruido e incivismo. El propio sector turístico comienza a entender que debe frenar la sobreexplotación de la gallina de los huevos de oro o se les girará en contra.
Este viernes hemos visto cómo el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, anunciaba un freno a los cruceros, incluso la posible clausura de una de las terminales. Está en conversaciones con el Puerto para explorar formas de poner límites a este tipo de turismo tan intensivo. Al mismo tiempo, la celebración el jueves en el Parc Güell del desfile de moda de Louis Vuitton ha generado contestación entre los vecinos, en un barrio muy tensado desde hace tiempo por el exceso de visitantes. En Mallorca el debate sobre la masificación turística está mucho más avanzado, aunque realmente no se han dado pasos para buscar soluciones. La llegada de un gobierno del PP (con el apoyo externo de Vox) no augura que se aborde el problema desde una razonable voluntad de control y calidad. En otras latitudes, por ejemplo en las ciudades de Ámsterdam o Venecia, donde también estaban muriendo de éxito, sí que han empezado a tomar medidas de freno contundentes.
Salta a la vista de que Barcelona ha llegado a un punto crítico. La buena fama de la ciudad, ganada con orgullo a partir del año olímpico, hace difícil detener por decreto la llegada de visitantes. Vivimos en una economía global de mercado y no se pueden poner puertas en el campo. Por tanto, lo que hace falta es poner límites inteligentes al turismo, regulaciones plausibles, cuotas negociadas y tasas suficientes que reviertan en mejoras ciudadanas, no en más promoción turística. Se trata de pensar sobre todo en los barceloneses, poner el foco en su calidad de vida, en medidas que eviten su expulsión o minorización. También en la diversificación económica: el monocultivo turístico crea poco valor añadido. Toca pues pensar la Barcelona de la ciencia y la tecnología, del conocimiento y la cultura. Parte del dinero que genere el turismo debe ir hacia aquí. Y eventos como la Copa América deben tener una buena integración ciudadana, deben aportar mucho más que visitantes: tecnología, innovación en sostenibilidad, cultura, valores cívicos... En el caso de la competición de vela, éste es el objetivo . Habrá que estar atentos a su desarrollo.
Barcelona no puede dar la espalda al turismo, pero debe redimensionarla para no cargarse el pulso y la vitalidad de la ciudad. Es necesario combatir el peligro de tener una ciudad de cartón piedra.