Los inventos que truncó el machismo
Un libro descubre cómo los prejuicios de género hicieron atrasar el coche eléctrico y la maleta de ruedas
La humanidad tardó más en poner ruedas a una maleta que en llegar a la Luna. ¿Cómo se explica, os debéis de preguntar, que uno de los inventos más antiguos de la historia no llegara al equipaje hasta los años 70? La periodista sueca Katrine Marçal sostiene que podemos culpar al machismo de este atraso en la innovación y de otros muchos. Es la premisa de La madre del ingenio, el libro en el que la autora desgrana cómo los prejuicios de género han provocado que a lo largo de los siglos inventos tan estratégicos como el coche eléctrico se ningunearan porque se consideraban “cosa de mujeres”.
Bernard Sadow fue el vicepresidente de la compañía US Luggage que, después de una escena de líos por tener que cargar dos grandes maletas por el aeropuerto de Aruba, tuvo el momento de eureka. Pero antes de que un hombre blanco y de clase privilegiada pensara que quizás ya tocaba acabar con eso de llevar el equipaje a pulso, muchas mujeres anónimas ya habían llegado a la misma conclusión. “Es una historia simple, pero que explica muy bien cómo la innovación se ha retrasado por nuestras ideas sobre el género”, apunta Marçal durante una entrevista con el Emprenem en Barcelona.
Ellos daban por hecho que una maleta estaba hecha para presumir de la fuerza física, mientras que ellas escribían a los diarios locales preguntándose por qué no existía una manera de aligerar ese peso durante los viajes. De hecho, antes de que Sadow obtuviera el éxito comercial, en la década de los 40 dos inventores de Coventry (en Reino Unido) diseñaron un artefacto con correas y ruedas que intentaba cumplir esa tarea aparentemente tan sencilla. El producto, sin embargo, se consideró demasiado de nicho porque solo lo usarían las mujeres y se dejó de fabricar. El boom de la maleta de Sadow llegó cuando las azafatas de vuelo (y otras mujeres que empezaban a viajar solas) la adoptaron masivamente, y no se convirtió en la opción más lógica hasta que se consiguió romper un tópico de género: en palabras de Marçal, “que los hombres tienen que cargar con el peso y que la movilidad de las mujeres tiene que ser limitada”.
Por cierto, también en los 40 Sylvan Goldman, el propietario de una cadena de tiendas de víveres en los EE.UU., introdujo por primera vez un carro con ruedas para que las mujeres pudieran comprar más productos en sus establecimientos de los que cabían en los cestos. ¿Qué pasó? Los hombres no los querían usar porque lo consideraban una amenaza a su masculinidad y el empresario tuvo que contratar a modelos masculinos para que llevaran las carretillas a los supermercados para normalizar el invento. “Me parece fascinante, porque no hay ningún gran motivo detrás. Es como si hubieran decidido que la masculinidad es una cosa que se tiene que demostrar y que se vinculara a cosas tan aleatorias como no comer verduras o no ponerle techo a un coche porque a un hombre de verdad no le importa mojarse con la lluvia”, incide.
El descubrimiento que más impactó a la periodista durante la investigación para escribir el libro está relacionado con una de las industrias del momento. Hace cien años, el anuncio ilustrado del modelo de coche eléctrico de la marca inglesa Baker Electrics describía la siguiente escena. Una mujer con un vestido blanco con lazos naranjas sentada en el vehículo con un perro border collie en el asiento del copiloto. El pelo y el pañuelo le ondean al viento y se agarra cómodamente a una barandilla que hace de protección, con las manos bastante alejadas de los mandos del coche. En el pie del dibujo se lee: “Baker Electrics son los [coches] más seguros de conducir –fáciles de controlar–, los más simples en su construcción, y tienen más velocidad y quilometraje que ningún otro eléctrico”.
A principios del siglo XX, una mujer era considerada demasiado débil para las tareas físicas y demasiado emocional para ocupar el lugar del conductor. Los coches de gasolina de entonces eran ruidosos, difíciles de arrancar y a menudo sorprendían a su usuario con salpicaduras de carburante: no aptos para la supuesta fragilidad femenina. En cambio, se instauró la idea de que el coche eléctrico, que podía encenderse sin el esfuerzo de mover la manivela y era silencioso y fácil de mantener, sería el modelo ideal para las mujeres. “Ahora estamos enfocados en el vehículo eléctrico para cumplir los estándares sobre emisiones, pero hace cien años los hombres no los querían porque estaban asociados a la feminidad”, denuncia Marçal. La consecuencia de esta concepción machista fue el atraso del desarrollo del sector (otros factores también contribuyeron), relegado a un segundo plan con el auge multitudinario del coche de gasolina.
En La madre del ingenio, Marçal sostiene que un invento como el caminador no se llegó a tomar seriamente hasta mucho después de existir porque su creadora era una mujer con una discapacidad física. Aina Wifalk contrajo la polio en Suecia poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. La enfermedad le redujo gravemente la movilidad en las piernas y durante quince años solo pudo andar con la ayuda de dos muletas. En la década de los 60, sin embargo, se puso en contacto con un diseñador industrial y concibieron el caminador que tenemos todos en la cabeza cuando pensamos en este enser de ortopedia. No consiguió financiación y acabó vendiendo la idea sin patentar a un fabricante por menos de 1.000 euros al cambio actual.
Marçal vivió de primera mano en su casa cómo estos estereotipos de género se pueden empezar a romper. Su madre estudió ingeniería informática y trabajó como programadora, una de los trabajos que más han invisibilizato el rol clave de las mujeres en sus inicios. De hecho, a finales del siglo XIX la computación ya empezaba a verse como una de las pocas profesiones bien vistas para que la mujer entrara en el mundo laboral. Campos como la astronomía las usaban de calculadoras humanas. Pero este papel se acentuó todavía más durante la Segunda Guerra Mundial, cuando un proyecto crucial para el transcurso del conflicto –descifrar el código nazi Enigma– no habría sido posible sin las mujeres británicas que hacían funcionar unas grandes máquinas decodificadoras desde una finca rural en Bletchley Park.
Esos aparatos que aprendían a programar a base de cálculos eran el embrión del ordenador. “Cuando mi madre empezó a estudiar ingeniería informática, era antes de la idea de que para hacerlo tenías que tener un tipo de cerebro determinado”, dice Marçal. En este sentido, considera que hoy hay más asunciones de cómo tiene que ser alguien que se dedica a la industria tecnológica, un perfil que se asocia al del hombre nerd. “Hemos creado un mito a su alrededor, pero es una tarea, un trabajo lógico”, añade la periodista, y reivindica que el software es una invención de mujeres (los hombres se dedicaban a diseñar el hardware).
Aún así, Marçal confía en que el sistema capitalista y patriarcal se encontrará esta vez con un freno que ha inventado él mismo. La autora defiende que los cambios que provocarán la inteligencia artificial y la automatización tendrán más impacto en tareas típicamente masculinas. En cambio, la adopción de robots en nuestra vida cotidiana no podrá sustituir —al menos al 100%— habilidades como la gestión emocional o los cuidados, que históricamente se han remunerado menos porque eran considerados “femeninos”. “Los trabajos más físicos tendrán más riesgo de ser reemplazados, y esto nos dará una oportunidad de renegociar muchos de estos prejuicios”, dice Marçal.
No obstante, la periodista admite que hay que acabar con la cultura de club de chicos que ha impuesto Silicon Valley. Para conseguirlo propone fomentar mecanismos de financiación alternativos a los fondos de capital riesgo tradicionales, que dejen de excluir a las mujeres cuando toca repartir el dinero para convertir sus ideas en inventos extraordinarios.
- 1. El incomprensible caso de la maleta con ruedas Que el equipaje se transporte más fácilmente gracias a las ruedas es un invento mucho más reciente de lo que imaginamos. A pesar de algunos intentos anteriores para incorporarlas, la idea de no cargar la maleta a peso era impensable para los hombres. El hecho de considerar las ruedas una amenaza a su masculinidad frágil atrasó esta invención hasta los años 70, y su adopción masiva a través de las azafatas de vuelo todavía tardó algo más. “No fue hasta que llegamos a la Luna y volvimos cuando estuvimos preparados para desafiar las nociones de masculinidad”, dice Marçal en el libro.
- 2. Cuando el coche eléctrico era “de mujeres” En 'La madre del ingenio', Marçal describe cómo a principios del siglo XX el coche eléctrico se consideraba una alternativa más segura y fácil de conducir para las mujeres, en vez del vehículo de gasolina. De hecho, la autora relata cómo se inventaron sistemas tan actuales como el alquiler de coches por kilómetros. Pero el hecho de que se promocionara como un transporte femenino paró el desarrollo y perdió la partida con los modelos de carburante. En cambio, Marçal apunta a la paradoja de que el coche eléctrico genere ahora un efecto fan de muchos hombres hacia el magnate de Tesla, Elon Musk.
- 3. Las cosedoras de los trajes espaciales Una idea que Marçal repite a lo largo de su análisis histórico es que muchas invenciones han recibido menos méritos porque se habían conseguido gracias a la maña de mujeres. Es el caso de los trajes espaciales que llevaron el astronauta Neil Armstrong y sus compañeros en la primera incursión de la humanidad en la Luna. El tejido lo desarrolló ILC, una empresa norteamericana que hasta entonces se dedicaba a la ropa interior para mujeres. Después de algunas reticencias, los ingenieros de la NASA acabaron aceptando el éxito de los trajes que habían confeccionado las mejores cosedoras de la compañía.