Debuta con la novela 'Ha pasado un minuto y queda una vida' (Temas de Hoy)

Gabriela Consuegra: "Cuando la mente está llena de tristeza, el cuerpo te rescata"

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Gabriela Consuegra

BarcelonaCuando Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) tenía 21 años, la vida la golpeó inesperadamente. Los médicos le diagnosticaron una enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) a su padre, con el que tenía una relación muy cercana, y le dijeron que le quedaba poco tiempo de vida. Ese día empezó la cuenta atrás para exprimir al máximo los últimos momentos juntos. Consuegra volcó en el papel todo lo que le pasaba por dentro, y de la catarsis literaria ha surgido Ha pasado un minuto y queda una vida (Temas de Hoy), su debut en la literatura y una despedida filial que demuestra que en los procesos de luto también puede haber belleza.

¿En qué momento decidiste ponerte a escribir?

— No fue una decisión, sino una necesidad. La enfermedad de mi padre llegó de una forma muy violenta. Era una persona joven, que creía que estaba bien, y yo no preveía la posibilidad de que se pudiera morir. En cuestión de horas no sabía si podría estar conmigo al día siguiente. Esto me llenó de angustia, de confusión. Opté por escribir como una forma de alargar el tiempo y de sacarle provecho. Quería intentar entender qué nos estaba pasando y hacerme preguntas sobre él, con la conciencia de que el tiempo corría y era limitado. No podía salvarlo de la enfermedad ni de la muerte, pero podía resguardar su memoria.

¿El libro ha cambiado la imagen que tenías de él?

— La ha enriquecido. Antes de la enfermedad veía a mi padre con ojos de niña. Cuando llegó la enfermedad él se mostró como persona, con sus angustias, preocupaciones y tristezas. Descubrí una parte nueva. El libro me permitió indagar en esto y buscar aquellas pistas que estaban escondidas a lo largo de su vida, donde ya se percibían momentos de tristeza o de angustia. En cierta forma completaban la imagen que tenía de mi padre. Hasta entonces era muy heroica, pero ahora me parece más bonita porque es más real. 

El diagnóstico desencadena un proceso duro de degradación provocado por la enfermedad que sigues de bien cerca. ¿Cómo fue acompañar a tu padre durante sus últimos meses?

— Cuando pienso en la posibilidad de que nuestra historia se acabara esa noche pongo en valor todo lo que nos aportó el proceso de la enfermedad. Fue muy doloroso pero también pudimos rescatar muchas cosas buenas y bonitas. Fue un tiempo extra, todo lo que vino después del diagnóstico fue un milagro absoluto. Pero no creo que vivirlo así lo haga más fácil. Me estuve preparando durante mucho tiempo para su muerte, pero cuando llegó el momento no tenía ni idea de lo que sería. Creía que estaba muy mentalitzada, que lo podría asumir de otra forma, y ni mucho menos. La muerte te arrolla. No importa si aparece en un minuto o en dos años, lo hace del mismo modo.  

En la novela prácticamente solo aparecéis tú y tu padre. ¿Lo viviste sola?

— Estuve acompañada, pero me sentía muy sola. La orfandad llega con la premonición de la propia orfandad. Cuando se abre la posibilidad y sabes que pasará, es la soledad absoluta. De repente esa red que toda la vida te ha recogido cuando caías ya no estará. La literatura me acompañó mucho durante el proceso. También me hizo nacer las ganas de convertirlo en un libro. Quería tener la esperanza de que no estaba sola, porque al fin y al cabo escribir significa tener siempre a alguien al otro lado.

La relación que relatas con tu hermana, por ejemplo, transmite la sensación de que las dos lo vivisteis desde la distancia.

— El proceso de la muerte y la enfermedad es muy solitario, porque cada uno lo vive con sus códigos. Por eso en el libro la imagen de mi familia está muy desdibujada. La vida se me redujo a una sola persona, solo tenía ojos para mi padre y todo el resto se eclipsó. En algunos casos se creaba una barrera y no podía conectar. Todo esto lo he entendido después. 

Explicas que las primeras etapas del luto son las más dolorosas, pero que "después todo se asienta".

— Al principio sentía que estar viva era un castigo, porque la parte más importante se desvanece y de repente el mundo se vuelve completamente insípido. La vida sin mi padre me importaba la mitad, o menos. Esto lo hunde todo. Después viene la reconstrucción, un proceso de reconectar con el cuerpo y con la belleza. Pero la tristeza, el luto y la muerte siempre dejan trampas. Te das cuenta de que la ausencia del padre significa tener que apagar tú la luz de la mesilla de noche, cambiar la hoja del calendario. Me golpeó mucho, y a la vez descubrí que mis muertos me habitan. De repente empecé a decir frases que decía mi padre, retomé alguno de sus proyectos que había dejado inacabado, leí libros que él no había tenido tiempos de leer. Sentía que era una forma de mantenerlo ahí.

Describes el día de su cremación como "un encuentro vehemente con la belleza". ¿Cómo convive la belleza con la muerte?

— Cuando la mente está llena de tristeza, el cuerpo te rescata. La experiencia sensorial se afina porque tu cuerpo trata de reconectarte con el mundo. Milena Busquets decía que te vuelves también un fantasma, porque te acercas a la gente que se ha marchado. El cuerpo te arrastra y te vincula, aunque no lo quieras, con la belleza. Somos la continuación de la vida de la gente que se va. El luto sigue siendo dolorosísimo, pero después hay otra parte, de la que no se habla, que te permite resurgir. Ahora llevo esto conmigo y le he perdido el miedo a la muerte, porque creo que la memoria nos salva a todos. 

¿Por qué no se habla de ello?

— Normalmente solo te dicen que lo superes. Tiene que ver con el dolor y con la incomodidad de tenerte que reconstruir. La opción más habitual es evadirse, pero yo escogí otro camino. Siento que si se hablara más de este proceso le perderíamos también el miedo. El dolor no lo es todo ni es el final de nada. La muerte, tampoco.

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