Actualmente, las bolsas de lujo son un pilar fundamental para la moda, puesto que las grandes marcas no sobrevivirían únicamente con la ropa. De hecho, todas tienen como objetivo diseñar una que acabe convirtiéndose en objeto de deseo masivo. Y, cuando esto se logra, sus precios inalcanzables dan pie al baile de falsificaciones que nutren los top manta. Pero, a pesar de todo este entramado y la pasión que generan, las que más podemos ver por la calle no están hechas con materiales lujosos, ni vienen avaladas por diseñadores conocidos. Las que a menudo salvan nuestro día a día están desnudas de pretensiones ostentosas y son la esencia formal de lo que es una bolsa: un contenedor de tela con dos asas. Estamos hablando de las tote bags.
Al parecer, la palabra tote deriva del mismo verbo inglés que significa llevar. Oficialmente, esta tipología de bolso nació en 1944, cuando la empresa americana LL Bean diseñó una bolsa de lona para transportar bloques de hielo del coche hasta la cocina, antes de inventarse las neveras eléctricas. Su gran resistencia le hizo útil también para cargar otros objetos pesados, como madera o alimentos. En los años sesenta, cuando la gente empezó a usarlas para actividades de ocio, introdujeron asas de diferentes colores, fijando un diseño icónico para la historia que sufriría pocas variaciones a lo largo de más de cincuenta años. La tote también comenzó a ser usada por mujeres de clase alta en sus escapadas marítimas, rebautizada como “Boat and Tote”, lo que supuso el punto de partida de la mirada lujosa de la tote bag, en manos de diferentes casas de moda.
En 1980 la tote adoptó la estética actual cuando el gerente de The Strand, la mítica librería de Nueva York, tuvo la idea de vender bolsas de algodón de asas para poner libros. Si en un origen llevaba estampada el nombre, la dirección y el teléfono del establecimiento, en los 90 incorporó el logo ovalado con la famosa frase “18 miles of books”. Más allá de la vertiente funcional, está claro que lo que le hizo triunfar fue su calidad de símbolo. Si una de lujo evidencia la elevada capacidad adquisitiva de quien la lleva, la de The Strand es un claro ejemplo de alarde de capital cultural porque proclama el gusto por los libros no comerciales y adquiridos en librerías independientes que huyen de los circuitos habituales.
Ya en el siglo XXI y especialmente bajo el influjo de la cultura hipster, la experiencia de The Strand proliferó y la tote se convirtió en un emblema –más o menos coherente– de la preocupación medioambiental, la crítica al sistema y el rechazo a la cultura de masas. Pero no debemos olvidar que estamos bajo el influjo neoliberal con una tendencia voraz a vaciar de contenido cualquier lucha política y explotarla económicamente. Por eso, la tote bag se ha convertido en un lienzo en blanco que, si bien ha recogido mensajes de gran contenido crítico (recordemos la frase contraria a Donald Trump que The Strand imprimió en sus bolsas: “Make America Read Again”), también se ha convertido en una de las grandes estrategias de marketing recientes. Es barata de producir y tiene una gran capacidad de viralizar mensajes, ya que somos precisamente nosotros quienes, de forma gratuita y totalmente voluntaria, las paseamos por doquier haciendo publicidad de cualquier marca.
Si bien las tote bag a finales de milenio pretendían cuestionar el sistema, claramente han acabado siendo cómplices y convirtiéndose en una herramienta del todo efectiva para incentivar el consumo. Y si, además, pretendían dar una alternativa a las de plástico, éstas han acabado provocando otro problema medioambiental: el hacinamiento doméstico de grandes cantidades de tote bags fruto de su producción masiva. Y finalmente, si ansiaban ser una bolsa democrática –tal y como proclamaba cínicamente Marc Jacobs “No more Birkins, only tote bags”– las grandes casas de moda ya se han apresurado a crear versiones a precios desorbitados. En definitiva, volvemos a estar allí donde estábamos.