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Tenían que arrancarme una muela, pero fui. Me planté en la consulta que combina taller mecánico y carnicería.

Antes de la extracción, mimaba la muela como una perra a su hijo, con la lengua. Le lamía para consolarlo y le decía adiós. Sin él, la cueva nunca volvería a ser la misma.

Ocean eyes en el hilo musical. Estaba bien. El dentista me dio dos ansiolíticos, como diciendo: pones cara. Recordé un lema que Nietzsche saca de los estoicos: “Amor fati”, quererse el destino, acompañarlo. Celebrar la extracción. Le comenté al dentista. Me dijo que fantástico y que cuando me arrancara el diente ya veríamos si me serviría de mucho. Tuve ganas de contestar que iba armado, pero me callé, por prudencia. Según el estoicismo, todo es mental. Cuando, empezando a removerme, el dentista me preguntó si me dolía, contesté que sí, la verdad, pero que el dolor en buena parte es subjetivo. De subjetivo nada, me dijo. No me hizo ninguna gracia, pero más vale un dentista antiestoico.

Como si me faltara piel, los cuarenta minutos de pinchar, taladrar, romper y hurgar tuve los ojos cerrados y la boca abierta. Me guiaba por los ruidos, las sacudidas y el peso del instrumental que el dentista me dejaba sádicamente sobre el pecho. Pasé tres cuartos de hora con la tensión de un aterrizaje aéreo de emergencia en el Everest, entre montañas en forma de dientes, nunca acababa. Me obligué a imaginar los momentos más agradables de la vida, como si tuvieran que distraerme, caminos de Ardenya, rieras, pájaros y corrientes submarinas, algas y nácares ya extinguidas, bancos de peces plateados, pero dentro de él ningún todo se me teñía de color rojo, costó.

Muela derribada, puntos cosidos, ahora jeque en la cama con la mejilla abollada y dormida. Ya vendrá, cuando pase la anestesia, de convertirme en el boxeador después de la derrota. En la sala de operaciones había dos pantallas. Una estaba en el techo, plana, encima de mí, con el canal 3/24. Borrosamente -porque te hacen sacar las gafas- iba viendo la extracción de la muela del Proceso, votación a votación. La segunda pantalla era más interesante. Después de la extracción, con las gafas puestas, pasé un rato mirándola: se veía una radiografía de media calavera, con la dentadura y los agujeros de la nariz. Qué privilegio verse la calavera, mi cara dentro de treinta, cincuenta años, con una muela menos, adelantada por adelantado, como si la muerte, con el recaudador del paso del tiempo, ya empezara a cobrarse los placeres de la vida, en este caso la manduca.

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