Amor y pimienta

"A partir de ahora seremos vecinos. Creo que tenías que saberlo"

Las historias de amor de nuestros lectores ficcionadas por Marta Vives

Celobert
4 min

Barcelona«Te quería decir que a partir de ahora seremos vecinos. Con Sam hemos alquilado un piso que comparte patio de luces con el tuyo. Desde mi habitación veo tu sala. Creo que tenías que saberlo»

Hacía meses que Èlia había escogido no saber nada. Esto después de que él la exiliara de su perfil de Tinder y de que ella se autoinfligiese no contestarle ninguno de los whatsapps que él le mandaba de vez en cuando para justificarse. Habían aterrizado en relojes equivocados, a pesar de la coincidencia de sus veintipocos años y la ligereza propia de la edad. Una caída libre dentro de expectativas desmenuzadas y planteamientos vitales diferentes. Él no quería ninguna relación seria ni estable. A ella ni se le había pasado por la cabeza la idea. Pero ninguno de los dos se lo dijo al otro y todo les iba mucho prisa, a una velocidad imposible de frenar sin hacerse daño. Les gustaban demasiado las horas gastadas juntos. La franqueza de las conversaciones. El sentido del humor recíproco. Y el sexo. El sexo, sobre todo.

Se conocieron a principios de abril. Un mal mes si lo que quieres es no enamorarte. Por Sant Jordi le regaló una rosa. Torpe y nervioso. Ella no le correspondió con nada pero se sintió incómoda, flor en mano, de ni siquiera haberlo pensado. En verano, al cabo de cuatro meses, en un concierto en el Fòrum, cantaban juntos una canción de los Antònia Font sincronizando las palabras y gritando a los cuatro vientos: “Mos acabàvem, mos fèiem companyia, mos caducàvem, mos dedicàvem”. Se reconocieron tan adentro de esos verbos que, tras el concierto y tres cervezas después, decidieron que lo tenían que dejar si no querían destrozarse mutuamente. También esto lo preveía un verso de la canción. Como toda la gente de su edad, despreciaban las etiquetas. El plural les quemaba el orgullo. No estaban dispuestos a poner nombre de relación a aquello que tenían. Ninguno de los dos quería complicarse la vida y estaban convencidos de que no querían compromiso y, por lo tanto, tampoco una retahíla de mañanas que les condicionara la libertad conquistada.

Medio año después de desterrarse el uno al otro, en una terraza del Eixample Dret, Carles le dijo a Èlia que hacía dos semanas que se habían instalado en un piso de la calle de atrás del suyo. Que él no cayó en la coincidencia hasta que vio el patio de luces y reconoció la ventana de su sala. “Tienes colgado ese atrapasueños en el alféizar de la ventana del balcón”. A Sam le dijo que sería mejor que buscaran otra cosa, pero su compañero de piso lo rebatió asegurando que era perfecto; que habían visto muchos y que no encontrarían ninguno mejor. “Pones una cortina de esas oscuras y a ella ni se lo dices. Seguro que no lo acaba sabiendo nunca”.

“¿Así que ahora, técnicamente somos vecinos?”, le preguntó Èlia, mirándolo fijamente, mientras pasaba la lengua por la espuma de cerveza que le había quedado encima del labio. “¡Exacto! Pero no te preocupes, que si necesito sal la iré a comprar al súper de la esquina”. Los dos rieron y se reencontraron en aquella complicidad que tanto les gustaba y que ninguno de los dos había tenido el ánimo de borrar del recuerdo ni bloquear de las redes.

Èlia se convenció de que tenerlo de vecino no cambiaría nada, de que sería difícil que coincidieran. Pero a partir de entonces empezó a buscar su moto aparcada por las esquinas. A mirar si la luz de su habitación estaba encendida cuando ella volvía de fiesta. A pasar por delante de su portal.

Por su parte, Carles, desde la altura de su habitación, jugaba a adivinarle los pies desnudos encima de las baldosas hidráulicas; la oía canturrear desde las maltrechas ventanas del principal y le encantaba mirarla a escondidas cuando se sentaba en cuclillas ante la lavadora del balconcito del piso de abajo con un libro grueso. Un día la vio en el bar del chaflán con otro chico y tuvo que admitir que se le había anudado el estómago. También coincidieron otra tarde en la sección de refrigerados del supermercado y se cedieron mutuamente los últimos yogures desnatados estilo griego que quedaban. Se los quedó Carles pero como recompensa la invitó a cenar con la excusa de enseñarle el piso. Ella se presentó con un vestido nuevo y un salero vacío. Todavía no habían pasado del recibidor cuando él le dijo que la única sal que necesitaba era la de su piel sudada.

Al día siguiente de la noche que pasaron juntos, Èlia miró por la ventana de Carles y reconoció el paisaje propio: el balcón, la lavadora, el trocito de sofá, las baldosas hidráulicas. El atrapasueños ridículo.

“¿Así que ahora, técnicamente, somos vecinos, no?”.

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