¿Por qué queremos tanto a los libros?

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Dos de las páginas de la 'Hypnerotomachia Poliphili', un incunable imprimido por Aldo Manuzio en Venecia el 1499

BarcelonaEl amor a los libros –más, incluso, que la lectura, por muy paradójico que parezca– es una de las grandes pasiones del género humano. Esto deriva, en buena medida, del prestigio de las escrituras sagradas de las tres grandes religiones monoteístas, y también del tiempo de las literaturas clásicas, época que ya conoció a los coleccionistas apasionados o las grandes bibliotecas, como la de Alejandría o la de Pérgamo.

En Catalunya hay una tradición bibliófila de mucha importancia –veáse, por ejemplo, la edición del Institut Català de les Arts del Llibre, Contes de bibliòfil, de 1924–, y ahora parece que revive, porque se editan muchos “libros sobre libros”, colmo del amante de los códices. Es una pasión que no está reñida con la lectura o el estudio de aquello que contienen los libros, y tenemos un ejemplo máximo en la persona de Walter Benjamin, que poseyó una magnífica colección de libro infantil, de la cual después, por desgracia, tuvo que deshacerse para poder comer.

Los bibliófilos conocen el gozo de la posesión de libros raros, o muy bonitos, pero no quedan ahorros de manías y extravagancias, ni de grandes desgracias. El famoso “librero asesino” de Barcelona, de quien habla Flaubert en un cuento de juventud, fue enviado a la muerte por prender fuego a la casa de otro librero y robarle un libro que suponía único... ¡y que al final resultó que no lo era! Kien, el bibliófilo protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti, se suicida cerca de sus libros, superado por completo por su obsesión. Theodor Mommsen, autor de mil quinientas publicaciones, también murió quemado entre sus libros, pero accidentalmente. Pierre Berès pagó dos millones de euros por el manuscrito del Viaje al fin de la noche, de Céline. Muchos otros han perdido hacienda y matrimonio para dedicarse de una manera exclusiva al amor a los libros. Umberto Eco, a quien preguntamos una vez si tenía la primera edición de uno de los libros más deseados desde hace centurias, la Hypnerotomachia Poliphili (Aldo Manuzio, 1499), respondió que le había costado mucho encontrarlo, ¡pero que ya tenía tres! Cuesta un dineral.

Es raro el bibliófilo que se conforma con lo que dicen los versos de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros juntos...” Quiere tener miles, y, si es posible, todos bellos y todos doctos. En suma, una pasión inocente, que solo hace daño, cuando hace, a un amante extremo de los libros.

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