Amor y pimienta

"Quería con locura a los niños, pero le había dejado de querer a ella"

Ya hace dos veranos que la pareja de Fina le dijo que quería separarse

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Da capo

Quizás el problema es que había depositado demasiadas expectativas en este verano que, por suerte —piensa Fina—, ya ​​acaba. Huir de lo excepcional, de lo que todo el mundo espera, de lo que todo el mundo presupone que será fantástico, diferente, único, paradisíaco, excitante, ligero, refrescante. Volver a la rutina que ordena las cosas y que las pone una tras otra a un ritmo sin estridencias. La costumbre que llega, como las lluvias, con septiembre y mantiene la cabeza ocupada. Los horarios que delimitan todos los espacios vacíos. Los de la escuela, las extraescolares, el trabajo, el gimnasio, el súper. Volver a los quebraderos de cabeza que la sacan de quicio, pero que también la mantienen lo suficientemente distraída para no volver a situarse mentalmente demasiado atrás. Distracciones como las de tener que pensar en menús equilibrados para la cena y que no coincidan con lo que han dado a los niños para comer en la escuela. Esto la semana que los tiene. La semana que no le toca, ella come cualquier cosa, o no come. O queda por cenar con alguna amiga cuando se le hace insoportable estar sola y les añora. Les añora cómo ha añorado el invierno este verano, y el frío, y la oscuridad en las calles y las ganas de llegar a casa. Y los ojos escondidos detrás de las bufandas o los gorros que protegen sobre todo de los otros ojos. Y las correderas de un sitio a otro con la sensación siempre de llegar tarde o de no llegar a ninguna parte. Y el cobijo de la cama que se ha convertido en el lugar donde se siente más a gusto porque llega agotada y se duerme en cuanto toca sábana. Fina lleva dos meses esperando la llegada del invierno, que no da demasiadas opciones para detenerse en ninguna parte, ni siquiera en los recuerdos. La vida cuando se mide con tiempo. El tiempo que se llena de obligaciones cuando se ha perdido la ilusión por hacer cosas.

Finalmente ha terminado este segundo verano. Teóricamente, dicen, el tiempo suficiente para curar la herida; para remontar, para volver a empezar, para volver al principio. Lo dicen todos los libros de autoayuda, también todos los que hablan del duelo y la pérdida. Se lo han dicho todos los amigos y conocidos, cada vez un grupo más grande de gente, que han pasado por el mismo camino que ella.

Ya hace dos años, dos veranos (porque era un verano) que él se le plantó al otro lado del mármol de la cocina de la casa frente al mar que habían alquilado todo el mes de agosto y le va decir que estaba fatigado (sí, utilizó la palabra fatigado) y que necesitaba parar. Dos veranos desde que le dijo que quería separarse, que amaba con locura a los niños, pero que le había dejado de querer a ella. Dos años que le confesó que llevaba mucho tiempo sin estar bien y que luchaba contra él mismo para cambiar todo lo que le pasaba. Dos veranos que Fina miró al hombre que le decía todo aquello y pensó que no era su hombre quien se lo estaba diciendo. Aquel hombre con el que compartían dos hijos, una hipoteca, muchos amigos, una vida serena, una vida feliz. Un proyecto, un futuro, unos planes. Muchas cosas que se hacían añicos a cámara lenta en el mármol de la cocina de la casa frente al mar, mientras ella intentaba sostenerse de pie y era incapaz de encontrar en la memoria cualquier pequeño indicio de que todo aquello estaba a punto de pasar.

Hace dos veranos de todo ello y ella se ha acostumbrado a la nueva vida. También en los turnos y en las visitas. En las llamadas con su ex para negociar cuestiones prosaicas sobre los hijos. A pronunciar el nombre de él sin oírle parte de su cuerpo. A dormir en su cama, que antes era de los dos, sola. A que los niños vayan y vengan. Vengan y le cuenten cosas de su padre y de su nueva novia, que es simpática y mágica porque sabe aguantar una cuchara de café con la punta de la nariz más de quince segundos. Se ha acostumbrado a un dolor que no ocurre.

Estaba convencida de que este verano estaría tranquila, aprovecharía cuando los niños estuvieran de vacaciones con su padre para quedar con amigos, para hacer alguna escapada, celebrar cenas al aire libre en una azotea donde hay colgado guirnaldas de luces de baja intensidad. Tenía ganas de ir a algún concierto, escuchar al cantante que desde que va solo se ha convertido en su favorito porque encuentra que las letras de sus canciones hablan de ella. Se sentía fuerte y bien, pero ahora que acaba el verano de repente le ha venido de repente como una torrentada y ha echado de menos la posibilidad de una familia que ella tenía pero que ya no tiene. La proyección de una vida que era la que tenía y desapareció como en el mejor truco de mágica. La pérdida de lo que ya no podrá ser nunca de ese modo.

Entonces ha llorado desconsolada y ha deseado con todas las fuerzas que el verano se acabara. Y ya espera el invierno y sus rutinas, que siempre terminan llegando.

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