Según un bestiario catalán medieval, la "salamandra es de tal naturaleza que no vive sino de fuego." Para San Agustín, la salamandra era como el condenado al infierno, que arde sin consumirse. ¡Qué animal para nuestros tiempos tenebrosos y mágicos!
Como, andando, me he encontrado más de una salamandra aplastada, hace años que tenía la manía de ver alguna viva. Y la semana pasada, con los chubascos, salí de oscuridad por el camino que sigue la riera de Les Comes, con la linterna del móvil enfocando al suelo, sin éxito…
Puede que el acceso a un animal mágico pida un ritual de iniciación, unas pruebas. Buscando la salamandra, descubrí entre unas matas una linterna frontal. Era muy oscuro y por el camino no pasaba nadie. ¿Qué hacía allí una linterna frontal? ¿Le había perdido un corredor nocturno? ¿O un campesino del invernadero, que con el cambio horario la necesitaba? La recogí. Debían de haberla tirada. Habiendo llovido tanto, no funcionaría. Pero la sequé, toqué el interruptor y se encendió y hacía mucha luz. Me puse el frontal como una diadema mágica y caminé. Levantaba los ojos y veía las ramas más altas de los árboles. ¡Qué fascinantes, los árboles de noche, iluminados desde abajo!
La luz frontal se asemeja a las gafas de leer. Son instrumentos como orejeras de asno, máquinas de concentración para focalizarse y borrar el resto del mundo. Ahora podré quedarme de noche en el bosque leyendo un libro con el frontal, o, tumbado en la cama o sentado en la butaca, leer con la habitación a oscuras, como una estrella solitaria enviando luz al libro desde mi propia cabeza.
Pero yo quería ver una salamandra, y, al día siguiente por la noche, después de volver a llover, me fui a la riera de Solius. Bajé hasta el agua por un túnel verde, con el frontal encendido. Las sombras de los troncos y las ramas se movían al igual que personas. El agua transparente brillaba y corría. El hojarasco mojado estaba lleno de gotitas como granos de sal. Pero no supe ver ninguna salamandra. Decepcionado, volví arriba, hacia el camino, para ir a por el coche. Ahora el frontal iluminaba el suelo pelado y las balsas negras.
De repente, en el camino, una hoja se transformó en una salamandra. Me agaché para verla de cerca. Estaba quieta mirándome, con los ojos negros redondos bien abiertos, con la piel de caucho y las manchas amarillo cítrico, como llamas. Era un dinosaurio pequeño que después de la lluvia había salido a buscar caracoles para comer, tal y como hacíamos nosotros en casa cuando era pequeño. Los animales tienen la virtud de ponerse en contacto con la trascendencia.