El viaje

Submarinos nazis y las cicatrices de la historia: un tesoro escondido en la costa atlántica francesa

La antigua base naval de los alemanes en Saint-Nazaire ofrece la oportunidad de recuperar memoria, rehacer el paisaje urbano y reinterpretar la naturaleza

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Accesible al público desde 1998, la cobertura de la base submarina es una terraza al aire libre entre la ciudad y el estanque portuario.

Las cicatrices del tiempo y las heridas de la historia son dolorosamente visibles en la inmensa mole de hormigón armado que es la antigua base de submarinos nazis de Saint-Nazaire, urbes de la costa atlántica francesa en el estuario del río Loira, 440 kilómetros al sudeste de París. Pasar la mano y sentir en las puntas de los dedos la rugosidad gris de las enormes cerraduras de pared supone también, a modo de WG Sebald, la posibilidad de percibir los embates y las marcas de una de las dos grandes tragedias europeas y mundiales del siglo XX.

¿El visitante local o el turista del 2023 puede llegar a imaginar los sentimientos y las vivencias de los soldados, marineros, verdugos y víctimas del período 1939-1945 que vivieron y murieron en este espacio? Los nazis destinaron, en el pico, 24.000 hombres.

El edificio puede palparse (y es aconsejable) como lo haría un invidente que quisiera conocer los rasgos más característicos de quien tiene delante. Cuando se tropieza con la huella de la madera del encofrado o el alma de hierro de este megalito contemporáneo, varillas al descubierto por el deterioro o la evolución lógica del edificio, como si fuera un elemento más de la naturaleza, que cambia de aspecto y que entoma y se adapta a la climatología y al medio, hace que sea inevitable preguntarse el porqué del abandono durante tantas décadas: desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 90 , la base de submarinos nazis quedó desplazada hacia “ los márgenes de la vida cotidiana” de Saint-Nazaire, según la expresión del arquitecto y urbanista Manuel de Solà-Morales (1939-2012). Es comprensible ese desplazamiento cuando se tiene en cuenta la historia. ¿Fue una estrategia de supervivencia de la población local? ¿Olvido consciente y necesario? Había que pasar página, ¿verdad?

En tanto que parte de la Francia ocupada y como una de las poblaciones del balcón atlántico donde los nazis levantaron las defensas continentales –lo hicieron a lo largo de toda la costa europea–, la ciudad sufrió continuamente el castigo de las bombas aliadas . Al término de la guerra, el 85% había quedado arrasada. Pero no la base, más o menos intacta. Incluso fue defendida hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa. El puerto de Saint-Nazaire fue la última madriguera nazi de la fachada marítima que se rindió, el 11 de mayo de 1945, nueve días después de la conquista de Berlín por el Ejército Rojo. Este bunker quedó como mudo testigo de la barbarie, una construcción del hombre que el tiempo le ha otorgado la extraña categoría de obra de la naturaleza, de una naturaleza creada por el hombre y modificada por el tiempo, pero que entonces no se veía así.

El edificio, un bunker para submarinos y almacenar bombas, ofrece un aspecto brutal. Se levanta como una mole inmensa que cierra el paso de la ciudad al mar. Tiene 300 metros de largo, 150 de ancho y 18 de alto. Desde el tejado, abierto al público en 1998, es posible recuperar los horizontes que la estructura escondía. Ahora es un espacio lúdico. Durante décadas, fue la memoria del horror.

De acuerdo con el plan de reconstrucción de la ciudad, del año 1946 y obra del arquitecto Navidad Lemaresquier, se creó una especie de cordón sanitario entre el centro devastado y, en última instancia, la causa de tanta destrucción en su origen. La vida de Saint-Nazaire puso el foco en el eje de las playas este-oeste. El eje norte-sur, con el puerto y la zona industrial, fue "completamente ignorado", también en palabras de Manuel de Solà-Morales.

La doble referencia al arquitecto y urbanista, uno de los grandes nombres del Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona desde los años 80, en tanto que catedrático, no es sobrante ni gratuita. Porque De Solà-Morales fue el autor de la reforma y reordenación del entorno marítimo del puerto y la base en los años noventa del siglo XX.

La pince de crabe© Ville de Saint Nazaire   Martin Launay

Pasado industrial

Hasta ese momento, como se ha dicho, había quedado olvidada. El edificio estaba allí, su horizonte y su inmensidad resultaban imposibles de esconder, pero los habitantes de Saint-Nazaire no sólo no lo veían, sino que ni siquiera lo querían mirar. También así se daba la espalda a la historia; al que había sido el pasado industrial y económico más importante de la región –Saint-Nazaire es el centro más antiguo de la construcción naval francesa– junto con la villa de Nantes, otro puerto y otro núcleo naval muy destacado, a 50 kilómetros Loira arriba.

Todavía hoy, paseando por la fachada marítima de Saint-Nazaire, es posible ver cómo en los astilleros cercanos se levantan más moles inmensas, en este caso cruceros, hoteles flotantes en construcción para encajar y turistificar miles de personas. Hay pues una línea de continuidad entre la construcción de barcos dedicados al comercio del XVIII, XIX y primeros años del XX y la actual, dedicada en buena parte al ocio. La base fue un paréntesis, pero ahora cumple una función de unión entre el mar y el centro urbano.

Un sábado de finales de primavera, cuando este cronista tuvo la oportunidad de recorrer el espacio, en el tejado de la base naval había todo tipo de actividades populares: conciertos de rap, de chanson, de pop, actuaciones de mimos, payasos, bares donde apaciguar la aspereza de una garganta seca. Sólo ochenta años atrás, el tejado recibía toneladas y toneladas de bombas. Con enorme resistencia.

Se llega por una gran pasarela que salva la diferencia entre la altitud cero del nivel del mar y los 18 metros de la construcción. A medida que el visitante avanza y supera el 7,8% de desnivel es cuando se percibe la brutal inmensidad –la construcción es de un exagerado brutalisme avant la lettre– de la base. Unos pocos datos ayudan a hacerse la idea. La planta tiene 39.000 metros cuadrados: esto es, 5.462 veces la superficie del terreno de juego del Camp Nou, ahora desguazado. Mide 300 metros de largo por 150 de ancho. La altura, ya se ha dicho, es de 18 metros. En total, prácticamente hay medio millón de metros cúbicos de cemento armado, que pesan un millón de toneladas. Los muros tienen entre 1,2 y 3,5 metros de ancho. Y el grosor de la estructura de la cubierta, que debía soportar y resistir las bombas enemigas, es de nueve metros, cuatro de los cuales corresponden a losa de remate y cinco a vigas cruzadas. El edificio alojaba 17 dársenas para los submarinos, con una dimensión de 30 x 130 metros. Bocas inmensas vistas desde el mar.

La sensación que se experimenta caminando entre estas paredes es de miedo, de un agobio infinito; la misma que a menudo se puede sentir ante grandes espacios abiertos, obras de la naturaleza sin intervención humana.

Pero desde el tejado, donde se han construido pasarelas para recorrerlo, lo que se abre a la vista del visitante es un mirador con otros infinitos: el del estuario del Loira, el puente que lo atraviesa, el Atlántico al sur, la ciudad al oeste, el área industrial al norte, con los mencionados astilleros de cruceros, la refinería de Total…

Una de las intencionalidades de Manuel de Solà-Morales cuando reordenó todo este espacio, y uno de los riesgos en los que su intervención pudo caer, era la ocultación del problemático pasado de la edificación. Nada más lejos de la realidad. "En su integridad, el proyecto debía neutralizar la vieja historia de la guerra, evitar un enfrentamiento con el búnker, revistiéndolo de vida cotidiana y esquivando las trampas del camuflaje cosmético o banal", escribía.

El jardín del tercer paisaje

Además del de Manuel de Solà-Morales, otro nombre clave para entender el uso y el estado actual de la base es la del paisajista francés Gilles Clément, teórico del concepto del tercer paisaje, que ha desarrollado en un breve Manifiesto publicado en castellano por Gustavo Gili.

Cuando en 1998 se abrió al público el tejado de la base, después de diseñar su primero Jardin du Tiers-Paysage, Gilles Clément hizo suya la idea de que la base era un espacio que había sido abandonado por el hombre, pero que el tiempo acabó integrando a la naturaleza y se ha convertido en naturaleza. En la práctica, pues, no ve mucha diferencia entre una cantera, una formación rocosa o la antigua fortificación para los submarinos. La base de Saint-Nazaire es “un sitio de resistencia” capaz de acoger la diversidad ecológica del estuario. Creó un espacio tríptico que aprovecha las tres estructuras arquitectónicas existentes. En 2009, las cámaras de explosión de bombas acogieron Le bois de trembles: 107 álamos surgen poéticamente del hormigón, después de haber aprovechado la disposición del tejado para instalar debajo unas grandes macetas donde nacen los árboles.

En 2012 dejó al descubierto Le jardin des orpins et des graminées, atravesado por un canal lleno de colas de caballo. Es perfectamente visible desde las pasarelas de la cubierta. Los cultivos de piedra y hierbas, plantas robustas emblemáticas del ecosistema del estuario, aportan vida vegetal a un entorno mineral. El tercer elemento del tríptico es Le jardin des étiquettes, que ocupa una fosa rectangular. Un sustrato delgado cubre la superficie. Las plantas que crecen llegan espontáneamente, llevadas por el viento o por los pájaros. A medida que surgen, se identifican y etiquetan.

La base empezó a construirse en febrero de 1941. El 18 de febrero de 1944, cuatro meses antes del desembarco de Normandía, Rommel llegó a inspeccionarla. Casi ochenta años después, se ha convertido en un monumento, una atracción turística, también. El proyecto de Manuel de Solà-Morales y la intervención de Gilles Clément han hecho posible crear belleza, o posibilidades de belleza, en la fealdad. Sin esconderla.

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