Mil días después del inicio de la guerra, Rusia ocupa una quinta parte del territorio de Ucrania, el equivalente a toda la superficie de Grecia. Pero lo habrá hecho a un coste altísimo. Según cálculos publicados recientemente por The Wall Street Journal, habrían muerto al menos unos 200.000 soldados rusos y unos 80.000 soldados ucranianos. Y casi otros 800.000 soldados han resultado heridos, la mitad en cada bando, con lesiones que en muchísimos casos son invalidantes de por vida. También han resultado asesinados unos 12.000 civiles, la inmensa mayoría ucranianos, y las pérdidas materiales en infraestructuras, edificios y otros bienes económicos son incalculables. Sería ingenuo pensar que ese macabro balance le pesará a Putin en la conciencia. De momento no hay signos de arrepentimiento alguno por parte del líder del Kremlin, que, por el contrario, continúa con su retórica belicista y ha logrado aplastar sin problemas cualquier tipo de oposición interna a sus políticas.
La verdad es que ahora mismo el cansancio y el desánimo están en el bando ucraniano, escaso de efectivos, o eso es lo que nos llega aquí, dado que tenemos mucha más información del bando agredido, que es el aliado europeo. Entre otras cosas, porque desde el primer momento su supervivencia depende precisamente del exterior, que es quien le proporciona dinero y armamento, y el contexto actual ya no es tan entusiasta como el de sus inicios. El triunfo de Donald Trump ha sido un golpe para las expectativas ucranianas, porque el magnate estadounidense ya anunció que quiere acabar rápidamente con el conflicto, no tiene previsto invertir mucho más y mantiene buenas relaciones con Vladímir Putin, lo que hace temer lo peor. Las posiciones europeas tampoco son tan monolíticas y, de hecho, el actual presidente de turno de la UE es el húngaro Viktor Orbán, que podría definirse como pro-ruso. Además, las próximas elecciones alemanas pueden marcar también un giro en el rumbo del principal aliado hasta ahora de Zelenski, que más que nadie ha sufrido los embargos del gas ruso.
Así las cosas, que ahora finalmente Joe Biden, el presidente saliente de EEUU, haya autorizado a Kiiv a utilizar los misiles de largo alcance en territorio ruso sólo abre una ligera chispa de esperanza a las tropas ucranianas. Como todo en esta guerra, llega tarde y limitado. Por el momento, el permiso se circunscribe sólo a la zona de Kursk, el territorio ruso que por sorpresa ocupó Ucrania el pasado mes de agosto. Los misiles deberían servir para destruir las bases rusas desde las que se dispara a los ocupantes y, también, para desanimar a los soldados norcoreanos desplazados a la zona recientemente como parte de las fuerzas de choque para reconquistarla. Kiiv necesita tener territorio para intercambiarlo porque, cuando finalmente se pacte un alto el fuego, parece claro que la línea de frente será la que marcará las nuevas fronteras. La ofensiva rusa se ha intensificado en los últimos tiempos y podría avanzar mucho más aún en territorio ucraniano. La situación, pues, es crítica, y todo apunta a que el tercer aniversario de la guerra, que sería ya el 24 de febrero, podría llegar a una Ucrania aún más devastada o, tal vez, dividida casi por la mitad. Difícilmente esto asegurará la paz.