Reportaje

El verdugo que fue una estrella mediática en Barcelona

Nicomedes Méndez ejecutó a más de 60 personas con un método del garrote vil que había perfeccionado él mismo: el garrote catalán

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Nicomedes Méndez, verdugo de Barcelona, en un dibujo a finales del siglo XIX

BarcelonaAl llegar al escenario de los hechos, generaba una gran expectación. Todo el mundo le esperaba, ya que, sin él, nada tenía sentido. Él lo sabía. Sabía que era odiado y admirado, que la gente quería saber lo que pensaba. Iba bien vestido, siempre de color negro. Caminaba de forma ceremoniosa y hacía pausas dramáticas, consciente de que todo el mundo le miraba. Cuando trabajaba, iba afeitado. El resto de los días se dejaba barbilla, pero cuando tocaba ganarse el sueldo, se afeitaba. Así era Nicomedes Méndez López. ¿Su profesión? Verdugo. Seguramente el más famoso de Barcelona, ​​el hombre que se encargó de ejecutar a los condenados a muerte durante más de 30 años.

El 15 de junio de 1897, Barcelona se disponía a vivir por última vez una ejecución con público. El lugar de la ejecución era el patio de la cárcel de Reina Amàlia, en la actual plaza Folch i Torres. Se reunieron miles de personas, conscientes de que era la última ejecución que podrían ver. Y, para añadir morbo, se ejecutaba a Silvestre Lluís, el condenado de un caso que había generado mucho revuelo, el de la calle Parlament. Un crimen en el que habían asesinado a la mujer de Lluís y dos de sus tres hijos. En Barcelona, ​​siempre quedó la sensación de que Luis no era el verdadero culpable. De hecho, al llegar al patíbulo Luis gritó "Barceloneses, ¡soy inocente!". Méndez le estaba esperando, con la cabeza gacha, consciente de que le tocaba ceder el protagonismo al condenado, ya que el protagonista sería después él cuando se encargara de accionar el garrote vil. Así lo hizo, a las 9 de la mañana. Méndez explicaba a sus amigos que él sabía reconocer si un ejecutado era culpable o inocente, al ver sus ojos y oír sus últimas palabras. Meses más tarde, explicaría que estaba convencido de que Silvestre Lluís era inocente, tal y como había afirmado. Pero lo ejecutó igualmente, puesto que era su trabajo. Éste era su papel en este gran teatro que es la vida.

Esa fue la última ejecución pública de Barcelona. Las autoridades entendieron que ya no era necesario ofrecer aquellos siniestros espectáculos para educar a la población. Hasta entonces, se creía que si veías cómo estrangulaban a alguien, quizá te lo pensabas, antes de cometer un delito. Por tanto, había que tener verdugos. Y a los barceloneses les fascinaba ese hombre que siguió haciendo su trabajo después sin espectadores. Las siguientes ejecuciones ya se hicieron dentro de las cárceles, frente a la mirada de varios funcionarios y un cura.

Hombre de doble oficio

Nacido en la calle Ventilla, en Haro (La Rioja), el 15 de septiembre de 1842, Méndez era hijo de Santiago Méndez y Paula López, naturales de Burgos. Los Méndez permanecieron en Haro hasta que Nicomedes tenía 12 años, cuando se fueron a Madrid. Al parecer, Méndez fue también zapatero. Y, de hecho, durante parte de su carrera, compaginó ambos trabajos. "Tuve la idea de dedicarme a este oficio como pudo tener la idea de hacer de torero u otra cosa", explicaba él mismo. Sea como fuere, aprendió ese trabajo haciendo de ayudante de los verdugos de Madrid y de Ciudad Real, en una época en la que en toda España había poco más de cinco verdugos. Después, logró la plaza de Barcelona en 1877, sufriendo un poco, ya que, "cuando una plaza de verdugo quedaba vacante, había nubes de solicitantes, entre ellos muchos médicos, y para triunfar se necesitaban influencias, recomendaciones y méritos" , según explicó. Méndez fue el verdugo de la audiencia local durante más de 20 años, además de ser el suplente de las audiencias de Valencia o Zaragoza, donde era reclamado cuando era necesario. En Barcelona, ​​su primer trabajo fue ejecutar a un hombre en Manresa. Él afirmaría que la víctima era un hombre que asaltaba los caminos con un trabuco. Cuando le pillaron, no pudo escapar del destino de la mayoría de bandoleros: pasar por manos de personas como Méndez. Era el 18 de agosto de 1878. Ahora, las hemerotecas no hablan de ningún bandolero ejecutado aquellas fechas. Quizás Méndez exageró el crimen de su víctima, quién sabe.

Méndez, convertido entonces en el verdugo más famoso de los que estaban en activo en España, fue inmortalizado por Ramon Casas en su famoso cuadro Garrote vil, que el pintor catalán realizó durante la ejecución de Aniceto Peinador en 1893, con Méndez esperando justo detrás del condenado, un joven de 19 años acusado de asesinato que encaró con calma los últimos momentos de su vida. A Casas le había sorprendido el gentío que quería ver estos espectáculos y decidió hacer un cuadro, poniendo su ojo en la gente, y no en la ejecución, que queda un poco arrinconada. Resultaba que Barcelona llevaba varios años sin una ejecución pública, ya que la última había sido en 1875. Así que más de 10.000 personas quisieron ver en el patio de la cárcel de Reina Amàlia la ejecución de Isidoro Mompart en 1892, que lloró mucho al llegar al patio. Mompart había asesinado a una niña de cinco años y una joven criada cuando había entrado en una casa para robar apenas dos relojes y 87 pesetas. Cuando en 1893 se repitió la escena con la ejecución de Peinador, Casas pintó el cuadro, que ahora está en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid. Cosas de la vida, en 1894 llegó una tercera ejecución en tres años, la del anarquista Santiago Salvador. Y siempre con el mismo verdugo, Méndez.

'Garrot vil', de Ramon Casas

Méndez, en su tiempo libre, cuidaba gallinas y canarios en la casita del barrio de la Salut donde vivía. Como si, cuidando a esos animalitos, intentara alejar sentimientos de culpa por ejecutar a personas. Si los tenía, por supuesto. Muchos verdugos tenían remordimientos, pero ¿era el caso de Méndez? Cuesta decir, ya que él decía que le gustaba, su trabajo. Tanto, que decidió perfeccionar el garrote vil, añadiendo un pincho accionado con un caracol que rompía el bulbo raquídeo, lo que hacía que la muerte fuera más rápida y, por tanto, menos dolorosa. El nuevo método, que llegó a ser conocida como el garrote catalán se estrenó el 21 de noviembre de 1894 en esa tercera ejecución en poco tiempo en Barcelona. La de Salvador, el hombre que el 7 de noviembre de 1893 había arrojado dos bombas dentro del Liceu. Tanto la prensa como las autoridades aplaudieron el método de Méndez, al considerar que era moderno y menos cruel. De hecho, le bautizaron como el genio del garrote vil. El garrote español era más cruel, y el catalán hacía sufrir menos. Triste consuelo. Un garrote, por cierto, que se utilizaría por última vez en 1974, con Salvador Puig i Antich.

Era una época en la que los verdugos eran figuras famosas. Todo el mundo hablaba de ellos cuando les veían pasear por la calle y les señalaba de lejos. Todo el mundo tenía una opinión de ellos. Eran una especie de celebridades. La prensa hablaba de ellos e incluso existían debates sobre quién era el mejor verdugo. Y Nicomedes Méndez era uno de los más populares. Compartía rivalidad con nombres como el de Gregorio Mayoral, verdugo de Burgos, o el de Madrid, Áureo Fernández. Al ser figuras famosas, aparecían artículos en la prensa sobre ellos. Como una entrevista publicada en La Vanguardia el 16 de enero de 1892, en el que era definido como "un hombre de estatura regular, vestido sencillo y decorosamente, con el aspecto de un menestral endulzado". "El rostro es plácido, sereno; a menudo risueño: sus líneas son regulares y correctas; los ojos pequeños, de un gris claro, miran con mucha naturalidad, sin embarazo y sin osadía; un pequeño bigote oscuro cubre el labio superior; en suma, una de esas fisonomías como se ven muchas, sin nada verdaderamente distintivo. Porque la verdad es que en su aspecto, en su fisonomía, no tiene nada, ese ejecutor de la justicia de esta Audiencia, que se pueda llamar repugnante". No, no era repugnante Méndez, que afirmaba "Si todos cumplieran sus deberes de hombre como yo procuro cumplir los míos, no habría necesidad de mi ministerio y sobrarían las cárceles y sobrarían los tribunales". El verdugo, cuando le preguntaban por si se sentía culpable, decía "No soy yo quien mata a este desgraciado; no son los tribunales quienes le mandan quitar la vida". "Él mismo es quien se mata con el crimen que cometió". Él, de hecho, afirmaba "Creo de todas verdades que presto un gran servicio a la sociedad".

Un final de vida triste

Méndez se jubiló el 8 de agosto de 1908, después de más de tres décadas de ejecuciones, las primeras con público y las últimas realizadas en espacios cerrados dentro de las cárceles. En total, debía ejecutar a más de 60 personas, aproximadamente. Por cada una, había cobrado 100 pesetas extras, a añadir a su sueldo de 165 pesetas mensuales. El último ejecutado fue Joan Rull, el primer condenado ejecutado en prisión Model, un terrorista anarquista conocido como el cojo de Sants, que también hizo de confidente de la policía.

En los últimos días de su vida, Méndez se convirtió en una figura triste. Una enfermedad se había llevado a su mujer, Alejandra Amor, con la que se había casado cuando era un jovencito de 17 años. Si perder a su mujer le afectó mucho, el destino trágico de sus hijos le derribó en un pozo del que no saldría. Su hija, Saturnina, se quitó la vida en 1892, cuando su prometido la rechazó. En la ciudad, se explicó que ella había escondido al chico que era la hija de un verdugo y que, al saberlo, éste no quiso saber nada de los Méndez. ¿Era cierto? Quien sabe, pero permitía llenar horas y horas de palabrería en los mercados, cafés o tranvías de la ciudad, dando más fuerza a la leyenda popular que a los verdugos les espera un destino trágico, ya que las almas de los ejecutados quieren vengarse. Para acabar de castigar a Méndez, su hijo apareció muerto, sin que quedara claro quién le había asesinado. Pero todo el mundo sabía que se dejaba ver en compañías de ladronzuelos y se gastaba el dinero en alcohol y prostitutas. Si el padre era el brazo ejecutor de la ley, el hijo había decidido alejarse de la figura paterna yendo contra las leyes. De hecho, había llegado a ser acusado de un crimen del que no fue declarado culpable, lo que evitó lo que hubiera sido una situación dolorosa: que el padre hubiera ejecutado al hijo en el garrote vil. Encontró la muerte en una pelea nocturna que nunca quedó claro cómo fue.

Sol, Méndez empezó a rondar las tareas y tabernas del Poble Sec y el Gòtic. Se dejaba ver mucho por la avenida del Paral·lel, que entonces era el gran epicentro de la vida nocturna barcelonesa, con teatros y chabolas en la calle donde la gente hacía actuaciones y venía de todo, de sueños a objetos. Su idea era tener su propia choza en la zona donde ahora está El Molino. La quería bautizar con el nombre deEl Palacio de las ejecuciones, para exhibiciones donde él sería el gran reclamo, con unos muñecos de cera a los que ejecutaría de forma simbólica con un garrote vil de su creación, mientras explicaría anécdotas de sus años de servicio. Era una forma de alargar su carrera y su fama. Pero no salió adelante, ya que el Ayuntamiento no le dio permiso. Méndez cayó en la trampa del alcohol y acabó citando los curiosos tres días a la semana en el bar Can Ramon de la calle Vila i Vilà, donde intentaba no pagar los vasos de vino a cambio de llenar horas con conversaciones. Falleció el 27 de diciembre de 1912, con 70 años.

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