El pasado sábado, por los alrededores de Banyoles, fue de algo que no me como con el coche a un grupo de ciclistas. Fue culpa mía, salía de un ceda el paso y no los vi venir. Fue un momento de terror. Me dijeron el nombre del cerdo, y con razón.
Lo siento mucho. Les pido disculpas. Los ciclistas de carretera se me caen bien. Mientras pedalean no contaminan ni hacen ruido. No son como los de montaña, que destrozan los senderos y clavan señales amarillas de plástico blanco en los troncos de los pobres corchos. Los de carretera se deslizan pacíficamente como corderitos sobre ruedas.
Uno de mis mejores amigos es ciclista de carretera. De vez en cuando mide cincuenta kilómetros con la bicicleta para venir a verme a casa. Ya ha tenido varios accidentes, pero la pasión le arrastra. Amigos míos, ciclistas valientes de las carreteras, la verdad es que hagáis sufrir mucho. Hace sufrir ver que compite por unos centímetros de asfalto con motos, coches, autocares y camiones que van a toda pastilla. A su lado sois tan frágiles que me glacia el corazón y ya siento la ambulancia y me lo imagino en el retrovisor. No me extraña pedalear tensos y tender a insultar, por mucho que la mayoría también tenga coche: pero precisamente por eso sabéis que se juega la vida. Lo que entiendo, porque entiendo las pasiones. Y el monóxido de carbono que se traga, y la expulsión que ha sufrido en los últimos años con la construcción de autovías que le han sacado muchos trayectos y obligado a concentrarse como una plaga por las carreteras más estrechas.
Aún así, no creo que os lleguen a sacar de las carreteras, porque sois un negocio. Ahora las bicicletas son también parte del turismo, llegan autocares enteros de ciclistas a llenarnos los hoteles y las carreteras. A mí, amigos valientes, no me encontrará. Me gusta ir solo por el bosque y hacer kilómetros a pie. Allí tampoco hay carteles que prohíban nada, y los grupos de motoristas –a menudo extranjeros que en su casa no se atreverían– tienen carta blanca para saltar como conejos diabólicos por los senderos y para atravesar los ríos y trincharlo todo. Los ciclistas de montaña también son más discretos. Mientras camino, yo pienso: ¿cómo es que, en comparación, hay tan poca gente que sólo se pasee por el bosque? ¿Por qué cuesta más encontrar un caminante que un grupo de motoristas o de ciclistas? La respuesta es que el caminante no es negocio. No comprar la moto, la bici, el casco, el uniforme, los repuestos. Y como no hay negocio, no se promociona. De modo que puedo pasearme kilómetros y kilómetros sin encontrarme ni un alma. Dios bendiga al capitalismo.