11-M, veinte años de infamia

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La estación de Atocha de Madrid en una imagen reciente.

La mentira sobre la autoría de los atentados del 11-M va directamente ligada con otra mentira previa, que era el arsenal de armas de destrucción masiva que supuestamente escondía Sadam Husein. Esta última mentira se utilizó para justificar la entrada de España en la Guerra de Irak, una guerra ilegal que no contaba con el visto bueno de Naciones Unidas y que rompía unilateralmente (por parte de EEUU y Reino Unido , con España como socio menor: lo que conocimos como el trío de las Azores) los consensos geopolíticos vigentes. La otra mentira, la que atribuía el 11-M a ETA, intentaba desviar la atención de las consecuencias de la decisión de participar en la Guerra de Irak. Ambas mentiras tenían entonces, y tienen todavía hoy, un máximo responsable: el entonces presidente del gobierno español, José María Aznar López.

Ya hace tiempo que sabemos que el 11-M, con sus ciento noventa y dos muertos y más de dos mil heridos, fue una respuesta yihadista directa a la intervención de España en Irak, que Aznar y su gobierno decidieron en contra de la ciudadanía, que se manifestó (en las calles y en los medios de comunicación; las redes sociales estaban todavía en pañales) multitudinariamente en contra. El atentado se produjo un jueves, tres días antes de unas elecciones generales en las que el PP tenía asegurada la victoria que de repente temió perder, como de hecho sucedió: contra todo pronóstico, la candidatura socialista encabeza por José Luis Rodríguez Zapatero se impuso a los comicios. Volvía a ser una respuesta: la de los ciudadanos a las mentiras que el gobierno había intentado difundir durante las setenta y dos horas anteriores, manteniendo la versión de la autoría etarra de los atentados en contra de la evidencia que se imponía gracias a las informaciones de la prensa internacional. Fueron tres días en los que el gobierno del PP sometió a la ciudadanía a crispación y una polarización extremas. Hubo manifestaciones, altercados, enfrentamientos e, incluso, el asesinato a sangre fría de Ángel Berrueta, un panadero de Pamplona que fue muerto a tiros por su vecino Valeriano de la Peña, policía nacional. Berrueta (padre de dos hijos detenidos como sospechosos de pertenecer a banda armada; después absueltos) se había negado a colgar uno de esos carteles con un lazo negro que difundía la derecha españolista y que atribuían los atentados a ETA.

También por entonces se dividió a las víctimas de terrorismo entre las “buenas” (las que se pusieron bajo el cobijo de Basta Ya, con Fernando Savater al frente) y las “malas”, las víctimas del 11-M , que desentonaban demasiado en el relato del PP. Un relato que se mantuvo contra toda idea de decencia ya través de los medios afines a la derecha nacionalista, durante años y cerraduras. Esto significó la entrada de la derecha española en el mundo de los hechos alternativos y la posverdad: mentiras encaramadas para construir un discurso político que se aísla de la realidad y propone una propia, basada en la culpabilización y la deshumanización de la adversario. Empezó hace veinte años, y todavía estamos ahí.

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