1956: el año en que todo cambió

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Muhammad, de 11 años, y Reham, de 9, frente a uno de los centros de distribución de alimentos en Rafah, en el sur de la Franja de Gaza.

Entre 1945, último año de la Segunda Guerra Mundial, y 1989, último año de la guerra fría, hay un año vertiginoso y decisivo: 1956. El mundo cambió en ese momento. Si se quiere comprender por qué el pequeño Israel es una superpotencia militar, capaz de imponer su voluntad (por las buenas o por las malas) sobre el conjunto de Oriente Próximo, hay que estudiar 1956. Si se quiere descubrir hasta qué punto una crisis imperial puede enloquecer a un gobierno europeo, en este caso el de Francia, hay que estudiar 1956. El nacionalismo árabe creyó que aquel era el año de su victoria. Luego descubrió que fue el año de su derrota definitiva.

En 1956 comenzó la guerra de independencia en Argelia. Para Francia, desprenderse de Argelia, que legalmente no era una colonia sino un conjunto de departamentos integrados en la metrópoli, resultaba impensable. Desde el punto de vista de París, Argelia era tan francesa como Bretaña o Normandía. El socialista Guy Mollet formó gobierno en enero y empezó a trabajar en un plan magistral que resultó un desastre.

Desde Egipto, el presidente Gamal Abdel Nasser lideraba el nuevo nacionalismo árabe y apoyaba por todos los medios posibles a los independentistas argelinos. Nasser quería construir una presa en Asuán, pero Francia y Reino Unido, aún potencias coloniales, bloquearon la financiación internacional. Irritado, Nasser nacionalizó el canal de Suez. Franceses y británicos empezaron a preparar una invasión de Egipto destinada a acabar con Nasser y dejar el canal en manos europeas.

Pero Guy Mollet se reservó un as en la manga. Sin comunicárselo previamente al primer ministro británico, el ya muy enfermo Anthony Eden, Mollet acordó con el primer ministro israelí, David Ben-Gurión, una invasión a tres bandas. Israel debía iniciar las operaciones con una rápida marcha hacia el canal. Franceses y británicos se convertirían de inmediato en una supuesta “fuerza de interposición” para evitar la guerra entre Israel y Egipto; una vez allí, tomarían el control del país.

Lo que Eden no supo nunca fue que Shimon Peres, entonces ministro de Defensa israelí (y posteriormente premio Nobel de la Paz), se reunió el 24 de abril, en París, con el jefe de gabinete del Ministerio de Defensa francés, Abel Thomas. Fue una reunión discretísima. Peres traía una larga lista de deseos. Quería comprar todas las armas que fabricaba Francia: 2.000 lanzacohetes, cien carros de combate, 156 cazabombarderos… En un momento dado, Thomas le comentó a Peres que tenía para él “un regalo muy especial”.

El regalo “muy especial” consistía en la instalación de una central nuclear de tecnología francesa en Dimona (Israel), con el uranio necesario para su funcionamiento. Los israelíes sabían cómo convertir uranio en plutonio. Años más tarde, con Charles de Gaulle ya en la presidencia, la empresa francesa Dassault facilitó a Israel misiles balísticos preparados para recibir ojivas nucleares. Con una absoluta frivolidad, y basándose en un plan descabellado, Francia entregó a Israel el arma nuclear y cambió para siempre el equilibrio de poder en la región más conflictiva del planeta.

La invasión de Egipto marchó según el plan. Empezó con la incursión israelí y siguió con la llegada de las tropas coloniales francesas y británicas. El ejército egipcio nunca ha sido otra cosa que un conglomerado industrial destinado a hacer millonarios a los generales y, por tanto, sirve poco para la guerra. En 1956, como en otras ocasiones, se fundió a la primera embestida.

Estados Unidos y la Unión Soviética, de acuerdo por una vez, consideraron la operación un disparate que inflamaría al mundo árabe. Y ordenaron a Francia y Reino Unido que se retiraran. Aquella humillación fue el último suspiro de las dos viejas potencias coloniales. Israel se quedó un poco más en el Sinaí, lo suficiente como para asegurarse derechos de navegación en la zona. Egipto, ingenuamente, cantó victoria.

La Unión Soviética aprovechó el lío y la división de las potencias occidentales para invadir Hungría, donde se gestaba una revolución anticomunista. A partir del 26 de octubre, los soviéticos (bajo el disfraz multinacional del Pacto de Varsovia) sofocaron la rebelión a sangre y fuego y establecieron un principio inmutable hasta 1989: en sus zonas de influencia, Moscú y Washington podían hacer lo que les viniera en gana.

Lo más ridículo del asunto consiste en que Francia, oficialmente, sigue negando que Israel disponga de armas nucleares. También lo niega Israel, aunque en su arsenal disponga de al menos 80 ojivas nucleares (400, según algunas fuentes) y de un número indeterminado de bombas de neutrones.

Enric González es periodista
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