Si cualquier recuerdo que pueda evocarles hoy y aquí sobre el 0-5 les parece exagerado por los colores, la nostalgia y el cruyffismo, ya les digo ahora que tienen razón. Pero recuerden que incluso el New York Times hizo una pieza (y eso que, hace 50 años, ni el fútbol ni la España de Franco pintaban nada en Estados Unidos) en la que se dijo que ese resultado “había hecho más por la causa catalana de lo que cualquier político o figura de la resistencia hubiera hecho”.
El articulista también exageró, porque estamos hablando de un partido de fútbol. De acuerdo. Pero el fútbol era la única actividad de masas en la que nos estaba permitido competir. Y, por tanto, el autor captó la corriente de fondo: fue la primera vez en la vida en la que miles de catalanes ganaron. Y casi más importante que demuéstrale al Madrid que le podíamos golear, fue demostrarnos a nosotros mismos que también sabíamos ganar.
Fue la primera gran victoria colectiva de nuestra vida. Una victoria simbólica, sí, pero rotunda, en campo contrario y televisada por la misma (y única) televisión que nos restregaba cada día por la pantalla de que el rival era “el equipo de todos los españoles”. Por eso entiendo ahora a mi padre llamando a un compañero de trabajo y diciéndole: “¿Lo has visto esto, Miguel? ¿Lo has visto?” Un 0-5 del Barça en el Madrid “en el Estadio Santiago Bernabeu” (pronunciado con solemnidad y respeto reverencial) era mucho más de lo que estaba permitido, era un acto subversivo, casi sacrílogo.
Acomplejados y sin autoestima, el 0-5 fue un triunfo de la audacia de quienes ficharon a un jugador audaz, talentoso y ganador. En el país del "no te signifiques" fue una victoria del desacomplejo y de la modernidad. Por eso, aunque ya ha pasado medio siglo, el 17 de febrero sigue siendo un día de fiesta.