Me voy de Carcaixent en un AVE que me vuelve a casa. Hace mucho que no veo a la familia y mi madre me ha enviado una foto de la glicina que acaba de florecer. La plantamos juntos en el 2019 con una ilusión prematura y ese deseo de estar compartiendo un momento único con alguien con quien no te ves muy a menudo: recuerdo sus manos sucias de tierra, la sonrisa, la tranquilidad que sólo las madres saben ofrecer. Estaba en casa. Un año después, vi la glicina enredarse entre los celos del jardín en una primavera de confinamiento: me sentía extrañamente feliz. Dos años después, la glicina rebrotaba la semana en la que yo publicaba mi primera novela. Tres años después, me carteaba con un amor y encontraba en la glicina naciente un reflejo de mí mismo, de lo que sentía. Cuatro años después, le añoraba desde una residencia de escritura donde el tiempo pasaba demasiado lento. Cinco años después, la glicina ha florecido por primera vez. Cinco años ha tardado en florecer la glicina.
Me he preguntado cómo puedo justificar a mis editores del diario que esta historia es de rabiosa actualidad y que, por eso, es necesario publicarla. Podría decirles que, al terminar la presentación de Carcaixent, un matrimonio alegre me ha pedido que les firmara un libro y me ha confesado que añoraban leerme. Yo les he respondido que últimamente me cuesta encontrar palabras para decir las cosas que ocurren en el mundo —y que me pasan por dentro— y ellos me han espetado que no se trata del qué, sino del cómo. O bien podría explicarles que Franco Bifo Berardi cree que la poesía es necesaria en un mundo acelerado e hiperinformado por un solo motivo: respirar. Y que ésta es mi intención: hacer respirar. Les diré que la glicina es una metáfora de otro ritmo necesario y posible, he pensado, de otra vida a la que podemos aspirar. Ya está, me he dicho, lo tengo, les recordaré que les advertí que no sabía hablar de actualidad, y que no puedo hacerlo mejor —capitular para ganar, estrategia definitiva.
Pero entonces he visto que la imagen de la glicina trataba del tiempo, y que no hay más actual que el tiempo. Quizás porque se nos escapa inevitablemente, como suele decirse, porque la batalla por detenerlo nace tocada de muerte. Los titulares de los periódicos hablan de un clima de preguerra mundial y del posible retorno de la mili, pero hace unas semanas era la sequía histórica, y hace unas semanas más, la guerra en Palestina. Cada cosa ha dejado sitio a la otra como si sólo hubiera espacio en la memoria para una sola tragedia a la vez, y cada tristeza ha dejado sitio a otra como cada año deja lugar a otro y, poco a poco, quedan sólo los recuerdos, siempre imprevisibles y azarosos. Sin embargo, la diferencia es que nosotros no programamos qué recordaremos de aquella primavera del 2019 en la que una madre y un hijo se encontraban para plantar una glicina —incluso ellos evocan aquella mañana de maneras diferentes. En cambio, la actualidad cultiva el olvido y entrena. Prepara el espíritu para aceptar que una vez las noticias desaparezcan de los medios ya no estarán: que ahora el agua no se acaba, que ahora en Gaza no hay muertes.
Lo diré de una forma diferente: la actualidad nos imprimiría en portada un ingenioso titular de la glicina maravillosa que ha florecido en un barrio olvidado de Tarragona. Habría fotografías, declaraciones y testigos. El hijo explicaría su versión en una entrevista y la madre la suya en un publirreportaje. Opinadores se inventarían datos y fingirían conocer los poderes medicinales de la planta. Sin embargo, la primavera acabaría como todo acaba, y volvería el silencio de los últimos cinco años en que aquella planta crecía desinteresadamente, sin molestar. Se instalaría un silencio atronador, que será la condena más severa. Y, entonces, se esparciría el olvido.
Todo esto debe ser para decir que si tenemos un deber, los que escribimos, una responsabilidad, es la de señalar todos estos años de silencio. Hacer emerger el recuerdo del 2019, el del 2020, del 21, el 22 y el 23: de todos los acontecimientos que ocurrieron antes de que la glicina floreciera. Y de todos los que ocurrirán después. Que se puede contar con datos, la Historia, pero que hay lugares donde los datos, amnésicos, no llegan, y allí se alzan las historias, los relatos. Tan actuales y vivos y sangrientos.