Acuerdo de racionalidad

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Carles Puigdemont en Bruselas el 8 de noviembre.

La vie est ondoyante, como escribió Michel de Montaigne (y bien sabe Ignasi Aragay, montaignià). Quien durante seis o siete años ha sido el enemigo público número uno del nacionalismo español, Carles Puigdemont, es quien ha acabado haciendo posible un gobierno del PSOE, que en su momento apoyó –suavizándola un poco, todo se debe decirle– a la aplicación del 155. La paradoja, por no decir la ironía, es flagrante, y naturalmente a cada una de las partes le cuesta el precio político más habitual, de hace tiempo, tanto en España como en Cataluña: ser calificados de traidores, de vendidos.

Sin embargo, lo que se ha terminado de cerrar en Bruselas era el único acuerdo razonable, dado que la alternativa era dejar la gobernabilidad en manos de la irracionalidad que representa la sociedad PP-Vox, que estos días se ha dejado ver en su versión más silvestre por las calles de Madrid. También hace meses que podemos constatar sus efectos, en forma de desgobierno, tanto en Baleares como en el País Valenciano. Al poder ultranacionalista que representan a once comunidades autónomas gobernadas por un PP entregado a Vox, en coalición o con acuerdo de gobierno entre los dos partidos en cinco de estas comunidades, habría sido fatal sumar un gobierno de España controlado por la misma dupla de extrema derecha (al PP le queda muy poco, por no decir nada, del centroderecha liberal que se supone representa). En este sentido, ahora que ya se ha llegado a un desenlace positivo, es hora de lamentar la tendencia, que por lo visto se ha vuelto inevitable, del independentismo catalán a la teatralización de la política. No hay manera de llevar nada adelante con ERC y Junts sin revestirlo de aspavientos, sobreactuaciones y solemnidad de panfonteta. Se ha vuelto una mala costumbre, que se hace aún más visible si se compara con la sobriedad y la eficiencia con la que los vascos de Bildu y el PNV, así como los gallegos del BNG, han llevado sus negociaciones.

La amnistía no es un punto de llegada, sino de inicio. Que el acuerdo sea razonable no significa que sea fácil. Tiene todos los contrarios imaginables, y por eso las partes que lo suscriben tendrán que hacer el esfuerzo de aparcar las obvias tentaciones partidistas y tratar de ir al trabajo (y eso es pedir mucho, vale, pero pedir la amnistía era pedir más no hace ni medio año). Por último, el acuerdo pone en evidencia lo que ya sabíamos, y es que la política española se sigue explicando por las dos Españas de Machado: por un lado, la derecha ultranacionalista que ve a las instituciones como una propiedad suya; en la otra, todo lo que no es esa derecha ultranacionalista. Todo significa todo: izquierdas españolas, independentistas catalanes y vascos, nacionalistas gallegos, feministas, ecologistas, transexuales, gays, lesbianas, defensores de los derechos humanos, activistas del cambio climático, y toda la gente de mal vivir que podamos imaginar, no necesariamente por ese orden. La suma de todos estos elementos disímiles en el proyecto de una república es la única oportunidad de dejar atrás la España del varapalo, la venganza y el guerracivilismo.

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