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Sombras en una calle oscura.

Era temprano y en las calles todavía había poca gente. Una adolescente andaba por el paseo cuando, de repente, apareció un grupo de chicos poco más o menos de su misma edad. Se pasaban una pelota y hablaban de forma distendida, pero al ver a la chica cambiaron del todo su comportamiento: aceleraron el paso para acercarse a la desconocida emitiendo mensajes verbales y no verbales de un tono amenazante. Ella dejó de ser una personal normal que transitaba libremente por el espacio público para convertirse en aquello que los jóvenes la obligaban a ser: una presa a punto de ser cazada. Cambió el ritmo de sus pasos para alejarse de la pandilla, se encogió de hombros y se ajustó la rebeca que llevaba como si el posible ataque fuera una inclemencia del tiempo. Puedo imaginarme el latido disparado de su corazón, la sensación de indignación y asco, la impotencia de no poder hacer nada. Mientras observaba la escena me volvió el regusto agrio de una vivencia que, de tan habitual, la hemos tenido por normal y aceptable. Me vinieron ganas de decirle que no huyera, que se parara e hiciera frente a aquellos energúmenos que se creen con derecho a perseguirla emitiendo juicios sobre su físico que no les había pedido nadie.

No sé si las adolescentes de ahora todavía reaccionan como hemos reaccionado tantas mujeres ante el acoso y las agresiones, si acaban cayendo en la trampa de considerar el propio cuerpo culpable del comportamiento de los hombres o si siguen viviendo estas situaciones con una vergüenza viscosa que se te engancha como un mal olor persistente. Espero que no, que la conciencia igualitaria que vamos sembrando y cultivando con terca paciencia aleje de las nuevas generaciones la tentación de declarar la guerra a las propias carnes, que nuestra indumentaria, si tenemos los atributos femeninos más o menos desarrollados o si resultamos atractivas, ya no sirvan de coartada para unas actitudes más propias de bestias salvajes que de personas civilizadas y educadas (supongamos) por la sociedad de la cual forman parte.

Un poco más allá y unas horas más tarde, es una niña la que capta mi atención cuando la observo desde la arena: no debía de tener más de diez años, pero iba enfundada de arriba abajo en un bañador negro que los comerciantes que los venden denominan burquini. Yo lo llamaría preservativo de cuerpo entero: un incómodo y claustrofóbico envoltorio de poliéster que sirve de salvoconducto a pequeñas y no tan pequeñas para poder hacer una cosa tan simple como bañarse en el mar. Cuando la niña se zambulle es como cualquier otra que juega a desafiar las olas, pero cuando asoma la cabeza ya se ha convertido en una mujer que se tiene que comportar y vestir de manera decente: todavía no ha dejado de gotearle la sal por las pestañas que ya se apresura a ponerse bien el turbante oscuro, no fuera que se le liberara un solo cabello de la prisión de tela que la ata fuerte, no fuera que la brisa marina la llevara a pensar que es persona de pleno derecho y no una mujer. Una y otra vez repite el mismo gesto obsesivo. En estos casos, el tendido de unos cabellos liberados y mecidos por el agua se convierte en una subversión peligrosa. Mientras, sus hermanos, pequeños y mayores, exhiben el torso desnudo sin temor a quemar en el fuego eterno. Para este tipo de catalanas no hay prevista, que yo sepa, ninguna campaña de la conselleria de Feminismo Atomizado destinada a combatir una sexualización precoz que tendrá graves consecuencias a largo y corto plazo. 

La conclusión que se desprende de estos dos ejemplos es que a las mujeres todavía nos faltan muchas batallas y combates para convertirnos en sujetos deseosos que bailan sin miedo la danza de la seducción mutua. La libertad solo es posible cuando hay igualdad. El sometimiento, la cacería, los comportamientos depredadores y la denigración no tienen que ver con el deseo.

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