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El interior de la Sede de Palma

Hoy es Año Nuevo, el primer día del año 2022. Si todo va bien, de aquí a unos días haré ochenta años. Para mí es un año especial. Cifras redondas. No sé por qué no celebramos los ochenta y dos, por ejemplo. Pero contamos el tiempo como lo contamos, por años, lustros, décadas… y así, este año que hoy empieza habré vivido ya ocho décadas del tiempo que me ha sido dado. Tiempo que nadie conoce y quizás sea mejor así. 

Esta semana pasada ha sido Navidad, Sant Esteve, el día de los Inocentes. Muchas fiestas a pesar de que la situación pandémica haya borrado el esplendor. Pero como creo que las celebraciones son más cosa del interior de las personas que no de las grescas familiares, las fiestas auténticas habrán podido ser parecidas a las de otros años. Quizás no ha habido aquellas comidas multitudinarias, aburridas y alargadas, pero seguramente las comidas reducidas han sido más intensas y, aparte de la escudella o los canelones, hemos paladeado sorbetes de recuerdos y helados de ausencias. 

Vi por IB3 la misa del Gallo de la catedral de Mallorca, la Seu, como la llaman ellos. Aquel magnífico edificio que Gaudí removió por dentro, ayudado por Jujol, hasta convertir la simplicidad estructural gótica en un decorado de cuento de hadas. Esto quedaba patente en la retransmisión de la misa del Gallo, porque la Seu lucía, además, una iluminación magnífica y cambiante que te llevaba a un paisaje onírico, vago y sólido, de fondo del mar con algas movedizas, de antes de que el fondo del mar fuera un basurero. Colgaban de la cúpula de la Seu aquellas guirnaldas blancas hechas de barquillos circulares agujereados con dibujos. Las coronas de hierro forjado que Gaudí puso alrededor de las columnas, seguramente para romper la esveltez (las famosas ligas como las llamaron en su época) estaban encendidas, cosa no habitual, y las palmetas cerámicas de Jujol, al fondo del ábside, brillaban bajo la luz de los focos. La misa fue litúrgicamente impecable, pausada y meditativa. Y la homilía del obispo Taltavull espléndida, muy articulada y con la dosis emotiva pertinente. Y todo ello, como es tradición, precedido por el canto de Sibila. Los mallorquines han hecho una cosa suya de este canto que resuena tradicionalmente en muchas de las iglesias de la isla. En Catalunya lo hemos perdido. Bien, ahora se vuelve a cantar, pero es una recuperación arqueológica. Cuando yo era joven, solo Xavier Torra lo cantaba, con su bonita voz de contratenor, en Santa Maria del Mar, que tantos parecidos tiene con la Seu de Mallorca. Por cierto, la locutora de IB3, me parece que era una locutora, dijo que el edificio de la Seu era de estilo gótico mediterráneo. La cuestión es no decir que es de estilo gótico catalán. Catalunya es el Mal y hay que esquivarlo tanto como se pueda. ¡Válgame Dios!

La laicidad impuesta, pesebres que no se hacen, consejos de felicitar las fiestas, no la Navidad, no fuera que los no creyentes se enfadaran, parece haberse compensado con un aumento de la festividad de Sant Esteve, que en Mallorca, como he visto, la llaman la segunda fiesta de Navidad. Aquí, era el final. Se comían las sobras de la gran comida navideña, elaboradas, eso sí. Y del primer mártir nadie se acordaba. Parece que ahora se quiere convertir en una fiesta político-sentimental. El concierto del Palau de la Música sería su estallido cultural y reivindicativo, recortado por Tv3 en algunas esteladas y gritos poco convenientes, y estaría magnificada por el discurso institucional del president. Hasta ahora, el president hablaba al pueblo por Nochevieja. Ahora, parece, lo hará por Sant Esteve. Y, como mínimo este año, no lo ha hecho desde la pompa de los arcos tardogóticos del Palau de la Generalitat, sino que lo ha hecho desde una escuela con historia reivindicativa de la inmersión. ¿Será igual cada año? ¿O irá cambiando de escenarios? ¿El año que viene será desde un hospital? ¿Y al otro desde la Seat? Ya lo veremos. O sea que Sant Esteve se está convirtiendo en un día muy importante. 

El día de los Inocentes, en cambio, está perdiendo fuerza. Cuando yo era joven, todo el mundo estaba pendiente de las inocentadas, como se les llamaba. Las de las emisoras, las de los diarios. Las que hacían los amigos a sus amigos. Personificadas por los niños en las llamadas llufes, aquellos muñecos de papel recortado que colgábamos con un alfiler, sigilosamente, con alevosía, acercándonos por detrás, en los abrigos de los escogidos. 

Todo cambia. La vida es esto, cambio y movimiento. ¿Acabaremos diciendo la Nitbona y la Nitvella? ?¿Acabaremos sin ningún diacrítico, sin pronombres débiles, sin eses sonoras? ¿Sin catalán?

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