Es muy comprensible que tanto el acento de las campañas de denuncia como la atención informativa en la represión del independentismo se hayan puesto en el caso de los encarcelados, de los exiliados y en estas más de 3.000 personas que han sido o son investigadas o encausadas en procesos judiciales. Son la parte visible del iceberg represivo. Aun así, hay otro plan la efectividad del cual rae, precisamente, en su opacidad, y que condiciona el comportamiento personal y de muchas organizaciones, a menudo sin que ni los afectados tengan suficiente conciencia de ello. Y si bien el golpe fuerte se lo llevan quienes topan con la piedra represiva, la maquinaria de la vida social queda dañada, sobre todo, por la arena fina que se mete en sus delicados engranajes.
Durante los últimos meses he podido comprobar algunos de los efectos colaterales que derivan del 1-O y de la aplicación del artículo 155. Me refiero a cómo ha afectado a las administraciones públicas y buena parte de la vida institucional, asociativa y profesional. Es una represión que de manera discreta y silenciosa se extiende como una mancha de aceite y que tendrá unas consecuencias ahora mismo tan incalculables como imprevisibles. Una investigación sistemática de esta represión sutil pero implacable podría aportar pruebas y proporcionar una medida de su impacto. De momento, me limitaré a hacer una primera tipología de situaciones que se pueden observar.
En primer lugar, hay que señalar el miedo difuso entre el funcionariado de las administraciones catalanas causado por las investigaciones judiciales retrospectivas en busca de pruebas que les podrían incriminar, supuestamente, en la connivencia con la preparación de la independencia de Catalunya. Este temor ha llevado al actual exceso de celo de los organismos de control, asustados por las posibles responsabilidades administrativas y penales pases y futuras. Solo para señalar aquello que conozco, esta intervención extremadamente cautelosa está afectando a todo el tejido de organizaciones que hasta ahora habían contado con el apoyo público a través de convenios y otros mecanismos de subvención. Los procedimientos fiscalizadores se han complicado y los controles se han multiplicado tanto que en muchos casos su continuidad está en peligro.
Otra dimensión de esta represión sutil ha sido el acobardamiento nacional que se ha traducido en volver a un marco mental de referencia español, reculando de manera dramática en los ya bastante lentos procesos de autocentramiento. Se han multiplicado las sistemáticas referencias a los contenidos de la prensa española como si fuera la propia, se ha reactivado la vieja presencia de comentaristas forasteros en la realidad catalana para evaluarla desde una perspectiva estatal y, sobre todo, vuelven a abundar las expresiones implícitas de los “aquí” y los “nosotros” que aceptan con pasividad que somos un territorio dependiente. Hemos reculado a aquel punto que hace un par o tres de decenios definí diciendo que para muchos medios de comunicación y sus comentaristas “Catalunya se les hace pequeña pero que el mundo se les acaba en España”.
Finalmente –pero entre más–, están los cálculos de interés profesional que saben que la expresión de determinadas ideas políticas afectará la dimensión de su mercado laboral. Particularmente, el mundo académico es una buena muestra de ello. Si se quiere hacer carrera académica, si se quieren conseguir proyectos de investigación o becas para internacionalizarse, es obvio que conviene no dejarse marcar políticamente por el independentismo y sobre todo dejar la lengua catalana para los asuntos domésticos. El caso de Clara Ponsatí y la no renovación por parte del gobierno español de su posición en la Universidad de Georgetown en 2013, mucho antes de su actividad política, hizo patente los riesgos de significarse a favor de la independencia.
Ciertamente, es necesario denunciar la represión política más contundente y que afecta la vida y la hacienda de muchos catalanes. Pero también es necesario no olvidar la fina arena represiva que, con disimulo, está encallando a buena parte del país.
Salvador Cardús es sociólogo