Ya ha pasado una semana de la muerte delAnna Pérez Labrador y todo el mundo que la conoció ha dicho algo. Todas buenas. Se ha alabado su rigor como periodista cultural, su energía incansable, el entusiasmo que depositaba en el oficio de difundir la cultura. También ha habido artículos preciosos sobre su apasionado y optimista carácter, sobre su sentido del humor y sus ganas permanentes de celebrarlo todo.
Así que no me alargaré más hablando de lo que su ausencia significará para todos los que, de una forma u otra, pertenecemos al mundo de la cultura.
Quiero hablaros de algo muy concreto. Quiero hablaros de los abrazos de Anna. Y seguro que todos los que tuvo el gozo de conocerla personalmente sabéis de qué hablo. Yo no era amiga personal de Anna, pero nos habíamos encontrado a menudo en saraos diversos y ella me había entrevistado un par de veces en su mítico sofá rojo. Y sí, era una periodista informada, incisiva y cordial, pero lo que más recuerdo y más echaré de menos a Anna son los abrazos que me daba cuando nos encontrábamos. Y he dicho “que me hacía” porque, por más que yo trataba de corresponder, su abrazo siempre era más estrecho y más cariñoso que el mío.
No conozco a nadie que abarque tan bien como Anna Pérez Pagès. Las suyas eran abrazadas sinceras, gozosas, llenas de alegría.
Según he leído, el abrazo es la manera más universal de expresar cariño por alguien. Pero no todo el mundo sabe. Hay quien abraza como si te embistiera, o quien suelta todo su peso encima. Hay abrazos demasiado formales, que llevan implícita la advertencia de que los cuerpos no deben frotarse. Hay abrazos, a la inversa, demasiado invasivas, que prácticamente te dejan sin respiración. Y finalmente están –y son los peores– los abrazos que se dan como un trámite, que no quieren decir nada.
Anna abrazaba para decir que estaba muy contenta de verte, que te había echado de menos. En sus abrazos iba implícito su interés por ti y por tu trabajo. Y siempre había alegría, la alegría que le era tan propia y que trataba de transmitir tanto como podía.
Su legado es éste: abrazaos. Pero, sin embargo, los abrazos que no le podremos dar a ella –ya todos los que amamos y ya no están– son los abrazos que morirán dentro de nosotros.
Cada uno de nosotros guarda en la memoria algunos abrazos especialmente significativos, los que hicimos o recibimos en momentos dramáticos o de absoluta felicidad. En mi álbum habrá a partir de ahora los abrazos cotidianos pero siempre auténticos de Anna Pérez Pagès.