Una persona visita la página de inicio de la herramienta Chat GPT.
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Leo Ética de la inteligencia artificial, del profesor Luciano Floridi, un ensayo recién publicado por Herder. Floridi es uno de los expertos mundiales en esta cuestión, y las 460 densas páginas del libro poco tienen que ver tanto con el maximalismo catastrofista como con el optimismo ingenuo y acrítico sobre la inteligencia artificial generativa (IAG). Ni ese sofisticado artificio tecnológico nos hundirá en la miseria ni tampoco redimirá el género humano, como afirman algunos desde que el 30 de noviembre de 2022 ChatGPT dispuso de un uso comercial (son juez y parto). Floridi, u otros autores como Éric Sadin, perciben riesgos importantes en el uso de la IAG, pero también vislumbran oportunidades sin precedentes. Les pongo un ejemplo a raíz deuna información que leí hace unos días en el ARA sobre el desaguisado de las líneas de autobús interurbanas en Barcelona. La inteligencia artificial no debe condicionar, ni por supuesto solucionar, las complejas decisiones políticas que plantea el tema, pero sí que puede mejorar mucho las cuestiones técnicas que se deriven.

Todo esto parece muy novedoso, pero en realidad tiene un largo recorrido. Hace apenas un cuarto de siglo, el filósofo José Antonio Marina citaba a Crónicas de la ultramodernidad la definición de ser humano que Karen Wright expuso en una revista tan prestigiosa como Scientific American. Decía así: "El ser humano es un dispositivo analógico de procesamiento y almacenamiento de información, cuyo ancho de banda es de unos 50 bits por segundo. Los seres humanos destacan en el reconocimiento de formas y regularidades, pero son lentes en los cálculos secuenciales". A pesar del tono evidente de boutade, el fragmento contenía un elemento decisivo para entender la semilla llamada sociedad de la información, expresión hoy casi en desuso. Mostraba una especie de paradoja antropológica imposible de superar. En efecto, tanto si multiplicamos la velocidad de los ordenadores actuales por mil, o por mil millones, como si no lo hacemos, una persona leerá un texto a la misma velocidad, más o menos, que sus antepasados. El rútero nos hace llegar información al ordenador, sí, pero no al cerebro. Este supuesto pequeño detalle no ha sido subrayado con suficiente insistencia. Con o sin artificios pensantes, un ser humano tarda lo mismo en memorizar un poema, entender un algoritmo matemático o asimilar un concepto filosófico ahora que hace mil años. La tecnología ha cambiado; nuestro sistema nervioso, no.

Hace 25 años, o incluso más, ciertas expectativas relacionadas con la sociedad de la información ya evaluaban al ser humano casi como un anacronismo, como una entidad biológica descabezada: un ancho de banda de 50 bits es, efectivamente, ridículo. La imagen que lo resume es la de una persona que ha ganado una entrada para todos los cines, teatros y auditorios del mundo... pero el mismo día y hora. Este premio puede parecer colosal, pero en realidad es un espejismo. Mejor dicho: es el origen actual de muchísimos espejismos. Sin embargo, las personas no somos sólo un "dispositivo analógico de procesamiento y almacenamiento de información". También somos depositarias de valores, por ejemplo.

Internet no es el resultado de ningún proyecto político o social. Por el contrario, su origen es una contingencia tecnológica relacionada con las necesidades militares de la Guerra Fría (un sistema de telecomunicaciones descentralizado). Aprovechar las enormes potencialidades de la red es decisivo, pero edificar todo un nuevo modelo social a partir de una contingencia tecnológica creada hace décadas no parece muy sensato, sobre todo si nos acabamos viendo a nosotros mismos como un obstáculo evolutivo que no encaja bien con las máquinas que ha creado. Lo mismo podríamos decir de la IAG ya mercantilizada (ChatGPT y otros) que surge de la confluencia de diversas iniciativas empresariales que habitan un territorio todavía sin límites (y sin leyes). Hacia el final de ésta Ética de la inteligencia artificial el profesor Luciano Floridi desglosa veinte puntos para tratar de poner algo de orden. Algunos son demasiado vagos o difíciles de materializar. Otros, en cambio, apelan a la necesidad más o menos urgente de un marco legislativo que, a la fuerza, resultará endiabladamente complicado. En el punto 11, por ejemplo, sugiere la creación de un fondo europeo para la adaptación a la IAG similar al que hace años se hizo en relación con la globalización. Por desgracia, es más que probable que esto se acabe transformando en una de esas burocracias inoperantes y caras típicas de la Unión Europea, pero algo deberemos hacer, supongo.

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