Enemigos. A veces parece que estamos atrapados en medio de una confrontación entre poderes verticales y poderes sin norte. Se multiplican las listas negras de periodistas, artistas y organizaciones no gubernamentales acusadas de ser "agentes extranjeros", en Hong Kong, Rusia o Hungría, y en una larga lista de cada vez más países. La disidencia es una amenaza y se dictan leyes "por la seguridad" destinadas a recortar derechos y silenciar voces. En los Estados Unidos el Partido Republicano reescribe el esperpento del Capitolio de ahora hace un año, hasta el punto de convertir en dogma de fe las acusaciones de manipulación electoral a favor de Joe Biden. El ejercicio del poder está cada vez más lleno de supuestos enemigos internos y externos.
En Kazajistán, el presidente Jasym-Jomart Tokayev ha abierto una cacería de "terroristas" acusados de orquestar un supuesto golpe de estado. La protesta en las calles contra el encarecimiento del coste de la vida y el expolio de unos clanes de poder enriquecidos con las reservas de hidrocarburos del país se despacha con el gastado argumentario de la conjura. Una vez más, Vladímir Putin moviliza sus tropas y advierte de que no tolerará "revueltas" que puedan "desestabilizar" a Rusia. Perpetuar esferas de influencia en manos de autocracias corruptas es la primera de las debilidades de esta malentendida estabilidad, ya sea en Bielorrusia, en Ucrania o antes en Georgia. Es la misma connivencia que gasta la Unión Europea con los abusos, las desigualdades y las violaciones de derechos al sur de la Mediterránea en nombre de una pretendida seguridad. Cleptocracias erigidas en guardas de fronteras.
Desigualdades. El autoritarismo se refuerza y se infiltra por las rendijas de unas democracias debilitadas. De los autócratas a los bocazas, el sistema está en erosión, en un proceso de cambio todavía indefinido.
La profesora del King's College Funmi Olonisakin advertía hace tiempo del fracaso que supone un mundo donde "la gente sobrevive a pesar de sus líderes". A pesar del vacío ideológico y los esperpentos discursivos de políticos irresponsables. No se puede gobernar el malestar desde el desprecio y la explotación de los miedos y las divisiones sociales.
La pandemia ha disparado las desigualdades. El 10% de la población más rica del planeta concentra el 52% de las rentas y el 76% de toda la riqueza. Pero, a pesar de esta conciencia de crisis sanitaria global, buena parte del mundo se obstina en luchar contra el covid-19 desde el juego de los intereses particulares.
El cansancio pandémico pasa factura. Pero el debate de las libertades y las obligaciones –en la vacunación contra el coronavirus, por ejemplo– no se puede plantear desde el quién jode a quién. A estas alturas, y con la fuerza del discurso reaccionario en Francia, Emmanuel Macron ya tendría que ser consciente de los costes políticos y sociales que conllevan los agravios y el sentimiento de ninguneo que percibe una parte de la Francia periférica respecto a las élites de la capital.
Resistencia. El autoritarismo está en expansión. Como dice Marina Garcés, "hay un autoritarismo de la productividad, de los resultados, de la inmediatez y de la burocracia". Las democracias están secuestradas por los intereses de unos cuantos. Pero en estos márgenes estrechos también hay espacio para intentar defender unos nuevos límites. Ulrich Beck ya hablaba del "poder de los impotentes"; de la necesidad de nuevos compromisos políticos y sociales. Esta confrontación de poderes también está hecha de resistencias.