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El expresidente Aznar a la salida de la inauguración del Campus Faes.

Aznar encarna al salvapatrias recurrente de España, el espíritu beligerante y altivo de quien posee la verdad de la nación herida. El victimista orgulloso. El detector de enemigos internos. Con la pérdida del imperio de ultramar, caído por completo en 1898, los enemigos externos dejaron de ser plausibles: los últimos simulacros de confrontación (Gibraltar, Perejil) tienen aire de opereta. Darían risa si no dieran pena. También está, claro, la amenaza invasora de la inmigración, contra la que hay que levantar verjas físicas y metafóricas, un supuesto peligro identitario que se blande con torpe eficacia. Pero como estamos viendo en toda Europa con el ascenso de la ultraderecha (también en Catalunya: Orriols), el de la inmigración no es un rasgo distintivo del nacionalismo español. Lo que sí es distintivo para Aznar y todo lo que representa son los eficaces enemigos interiores, convertidos en el pegamento que cohesiona el sentimiento de la patria ideal, unitaria y eterna. Esta es la función que desde hace varios siglos –sí, siglos– hace Catalunya. El pegamento vasco (ETA) es más reciente, aunque también ha sido rentable.

Aznar es España en el sentido más puro y retrógrado. Una España que de tan uniforme expulsa a millones de españoles. Da miedo a la mayoría de catalanes y también a tantos otros peninsulares, no solo periféricos, que sinceramente no querrían perder a Catalunya aunque no entiendan el soberanismo. La diversidad que no tolera Aznar sigue asomándose, como ocurrió el 23-J. Pero no tiene quien realmente la represente y aglutine. No hay ningún líder estatal, ningún intelectual, ninguna figura mediática que levante con orgullo la idea de un estado plurinacional, que salga desacomplejadamente a defender a catalanes y vascos. En los últimos tiempos quien más se ha acercado ha sido Zapatero, pero le pesa su "Apoyaré el Estatut" que acabó recortado. También está Yolanda Díaz: la foto con Puigdemont es valiente. Pronto sabremos qué dosis de convencimiento y cuál de tacticismo hay detrás.

Pedro Sánchez ha hecho de la necesidad virtud, ya veremos hasta dónde y hasta cuándo. El propio Aznar en su día tuvo enviados a negociar con ETA y flirteó con Pujol en el Majestic, hablando –dijo– catalán en la intimidad, y ha terminado como ha terminado. Y el tándem socialista Felipe-Guerra hicieron de Catalunya, durante las primeras décadas de democracia, un feudo electoral suyo y convivieron con un PSC catalanista: escucharlos ahora da vergüenza. El pragmático Sánchez tendrá que sostener la negociación con los partidos de Puigdemont y Junqueras bajo una presión atronadora, por no decir histérica. El Madrid de la derecha bramará, también el de la izquierda jacobina. El circo no ha hecho más que empezar.

En otros tiempos lo que hoy representa Aznar habría correspondido a un militar golpista. Ahora es un civil con el mismo espíritu "golpista", como han dicho desde la Moncloa. De momento Sánchez no se arruga. ¿Amnistía? El aznarismo transversal, que también podríamos bautizar como posfranquismo sociológico, cree que si alguien, desde una mayoría democrática, aspira a negociar con la Catalunya que ya no aspira a cambiar España sino a salir de ella, significa que la democracia se equivoca. El independentismo es el enemigo sin matices, y punto. Solo se lo puede combatir. ¿Seducir a Catalunya con un mejor trato diferencial? ¿Financiación, lengua, competencias, reconocimiento simbólico? Para todos los Aznar de ahora y siempre esto también sería romper España. Son ellos quienes han engendrado a su propia bestia independentista. Ni Cambó ni Companys lo eran. El irredento Macià aceptó la Generalitat autonómica (negociando, claro está). El catalanismo fue uno de los pilares del régimen surgido en la Transición. Ni Pujol ni Maragall iban más allá de una plenitud en el autogobierno.

Aznar lleva tiempo rompiendo España. Abascal y Ayuso son creaciones suyas. Feijóo no tiene más remedio que seguirle el juego. El fracaso de la negociación será su victoria.

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